Biblioteca Popular "Dr Ernesto De Muro"
  VENI QUE TE CUENTO un CUENTO
 

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VENI QUE TE CUENTO un CUENTO
Disfrutá de estos cuentos de escritores argentinos

 



LAURA DEVETACH

Cuento de Laura Devetach
Adaptación de Red escolar ilce, México

Marina tenía unos ojos muy redondos y mil ganas de verlo todo. Se pasaba el día escuchando, oliendo, probando y frunciendo las cejas —eso la hacía pensar “más fuerte”— y preguntando cosas: “¿Cómo fue la primera, primera, pero primera vaca? ¿Quién puso el primer huevo del que nació la primera gallina? ¿Por qué las flores tienen aroma?”
Además de preguntar, a Marina le gustaba investigar cosas. Ya sabía que la sábila tiene un gusto amarguísimo y que la flor de la manzanilla es dulce. Que los buñuelitos, si no se tratan con cuidado, se pueden quebrar. Que si uno toma mucha miel con agua puede pasarse bastante tiempo en el baño. Pero Marina tenía un problema: la lluvia.
Apenas se nublaba, apenas el viento traía un poco de olor a tierra mojada, apenas caían cuatro gotas, mamá decretaba: “Llueve”. Y se acababan todos los planes que tuvieran que ver con asomar la nariz. Si pensaba ir al cine, “No al cine no, porque llueve”. “Pero el cine tiene techo”, decía Marina. “Pero llueve”, decía mamá. “Nos ponemos el impermeable”. “¡No con esta lluvia!”
Y mamá se quedaba mirando las gotas detrás de la ventana y entonces Marina sentía que no había en el mundo ni impermeable, ni botas, ni paraguas que a una la consolaran de la lluvia.
Durante una de tantas lluvias, Marina le dijo a mamá: “Yo no soy de azúcar, quiero salir a mojarme un poco”. “No”, dijo mamá con tono de no-y-no. “¡No se sale cuando llueve!”. “¿Pero qué pasa cuando llueve? ¿De qué es la lluvia?”, rezongó Marina. “No”, repitió mamá. “Uno no sabe lo que puede pasar”.
Y Marina empezó a imaginarse catástrofes bajo la lluvia: se veía derritiéndose. Empezaba por los pies y se iba quedando chiquita, como los bastones que siempre se gastan por abajo. No, mejor se herrumbraba y se ponía color café y con gusto a hierro como la bici cuando se quedó afuera. No, mejor el agua se llevaba su pelo tan lindo y quedaba pelada como un huevo. O empezaba a cambiar de color, hasta quedarse transparente. Se podía mirar a través de ella como si fuera un vidrio. Después se imaginó chapoteando en la zanja y a mamá chapoteando con ella. Y le hacía barcos con una hoja de papel y se le mojaba, y hacía otro y se le mojaba, y hacía otro y otro doblando hojas de diario. “Mamá, ¿nunca te metiste en la zanja como Raúl y los chicos de enfrente?” “No, Marina”, dijo mamá. “A mí no me dejaban. Cuando llueve, no se sale”.
Un día llegó la tía Flora y con ella una lluvia de verano de esas que lo lavan todo y dejan las zanjas como para llenarlas de barcos. Y quiso hacer buñuelos, pero no encontraba la harina y mamá no estaba. Todo fue perfecto. En un tris, con una gran bolsa de nailon como capa y el dinero bien apretado para que no se perdiera, Marina corrió al almacén.
Como una ráfaga trajo la harina y volvió a salir corriendo. Tía Flora tenía una extraña sonrisa de día de lluvia.
Marina se hundió en la zanja hasta las rodillas. El barro del fondo se le metía entre los dedos de los pies y todo era raro y fresco, impresionante y divertido. La lluvia caía como un río sobre la cara de Marina, se deslizaba por la espalda, se había metido en su boca y Marina le había encontrado un ligero gusto a estrellas. Eso le recordó que tenía hambre y un poco de frío y que en casa las tortas se doraban como soles. Pero antes de volver, hizo un cucurucho con un papelito de cigarrillos y lo llenó de lluvia.
Entró a la casa con paso de procesión, para no volcar el agua del cucurucho y en puntas de pie para no encharcar el piso. Tía Flora sacaba soles de la sartén y mamá que estaba de regreso, preparaba agua de fruta... y miraba a Marina de reojo. “Mamá... ¡mira, mira! ¡La lluvia es sólo agua! ”, dijo Marina y le extendió el cucurucho. Mamá lo recibió como si fuera una flor, sin saber dónde ponerlo, porque... ¿cuál es el lugar de los cucuruchos llenos de lluvia?
De pronto, lo dejó sobre la mesa y dijo: “¡Vamos!”. Sus zapatos quedaron cerca del agua de frutas a medio preparar.
Cuando la tía Flora se asomó, Marina y mamá chapotean en la zanja. Al frente, Raúl y sus cinco hermanos hacían navegar ramitas. Había dejado de llover y todo el barrio se asomaba, chapoteaba, saludaba y esponjaba las plumas como los pájaros.
“La lluvia es sólo agua”, dijo mamá riendo. “Sí”, dijo Marina. “Hay que publicarlo en todos los diarios”.



GRACIELA MONTES 

         El hombre de la escalera empezó de bien abajo, con dos peldaños apenas.      Enseguida los peldaños fueron tres, y luego cinco (el hombre de la escalera era hijo de carpintero y sabía de maderas).
         Cuando la escalera tuvo seis peldaños, el hombre se trepó a ella. Un peldaño, otro, otro, hasta llegar al último.
         De pie en el peldaño número seis, el hombre de la escalera se aferra con las dos manos a los palos que sirven de largueros y comienza a bambolearse.
Hacia un lado
y hacia el otro,
hacia un ladoy
haciaelótrohaciaunlá
doyhaciaeló.
         La gente levanta la cabeza para mirarlo. Temen que pierda el equilibrio. El hombre de la escalera ya no es un hombre joven. Algunos dicen incluso que ya es casi un nombre viejo.
-Un peldaño más –dicen- y el hombre se viene abajo.
         Pero el hombre de la escalera es un hombre empecinado, y sigue adelante.
Haciaunlá
doyhaciaeló
trohaciaunlá
doyhaciaeló.
         El perro del hombre de la escalera da vueltas y más vueltas alrededor de las patas de la escalera. Les ladra, como si de ese modo pudiera sostenerlas.
         Cuando llega al peldaño número 50 el hombre de la escalera ya es el hombre más mirado del mundo. Todos doblan el cuello para verlo. Cada vez que sube un peldaño, lo aplauden. Cuando parece que pierde el equilibrio, le gritan.
-Un peldaño más –dicen- y el hombre se viene abajo.
Haciaunlá
doyhaciaeló
trohaciaunlá /doyhaciaeló.
 
         Más de una vez está a punto de caerse de cabeza el hombre de la escalera. En una ocasión, incluso, pierde pie y queda colgado, sostenido con una sola mano del peldaño número 86. La gente cree que al hombre de la escalera se le ha terminado la alegría y
gritaaaaaa
ciaunlá
doyhaciaeló
trohaciaunlá
doyhaciaeló.
 
         El hombre de la escalera recupera su equilibrio y al rato está otra vez de pie, bamboléandose suavemente. Y sigue subiendo.
         ¿Cómo hace el hombre de la escalera para seguir construyendo allá en lo alto? ¿Cómo se las ingenia para subir la madera y ajustar los peldaños y hacer crecer los largueros? ¿No tiene hambre? ¿No tiene frío?
         Algunos dicen que hace trampa. Que, de noche, cuando nadie lo ve, posa la escalera contra la pared de un edificio, luego contra la ladera de un cerro, y descansa. Y come, y hace pis, y construye tranquilo, sin cuidar el equilibrio.
         Otros dicen que hay amigos que lo ayudan en secreto, primero desde las terrazas, luego desde los helicópteros.
         Pero son suposiciones. La verdad es que nadie sabe. Lo único que saben todos es que el hombre de la escalera está allá arriba siempre, bamboléandose,
haciaunlá
doyhaciaeló
haciaunlá
más y más alto.
         A la gente ya le cuesta divisarlo. Los deslumbra el sol y les duele el cuello de tanto mirar hacia arriba.
         De repente el hombre de la escalera siente sueño y sin querer se duerme. Allá está, ovillado en el peldaño número 98 (o 102 o 112, es muy difícil ya llevar la cuenta).
         La gente se preocupa porque sabe que no es fácil mantener el equilibrio cuando se duerme. No pueden sacudir la escalera para despertarlo porque se rompería el vaivén de la escalera.
        
 
Pero el hombre no se cae,
                                               haciaunlá
doyhaciaeló
trohaciaunlá.
         Aún en sueños se sostiene. Al rato despierta, y sigue subiendo. Una bandada de golondrinas atraviesa la escalera. Algunos pájaros, los más fatigados, se posan a descansar en los peldaños. Se bambolean junto con el hombre haciaunlá doyhaciaeló.
haciaunlá
doyhaciaeló.
         Cuando la escalera se inclina demasiado, aletean para ayudar al equilibrio.
         El hombre de la escalera está de pie, en la punta, más alto que los pájaros. Desde el suelo, el perro le aúlla, le gime, le ladra.
         Al llegar al peldaño número nosécuántos (ya nadie puede contarlos) el hombre de la escalera levanta la mano derecha y toca una nube. Empieza a llover, entonces trepa un poco más para no mojarse. Cuando sopla el viento y el cielo se despeja, se ve que el hombre de la escalera sigue allá arriba, solo en su equilibrio.
         Hay un temblor y el suelo se sacude. La escalera se mueve más que nunca.
Haciaunlá
doyhaciaeló,
pero también
haciarrí
bayhaciabá
johaciarrí
bayhaciabá,
como una hoja. Pero el hombre no se cae. Allá está, de pie en el último peldaño, aferrado a los largueros. Resiste hasta que el temblor pasa.
En tierra, todos lo vivan, lo aplauden. Cantan:
                                       -El hombre no se cae,
el hombre no se cae...
Y mientras cantan se hamacan hacia un lado y hacia el otro, como la escalera.
 
        
         Hasta que, de pronto, un día, el hombre de la escalera desapareció. Simplemente dejó de estar. Lo taparon las nubes y, cuando las nubes se fueron, ya no estaba. Se había ido. Nadie lo volvió a ver.
         Algunos dicen que la escalera se siguió bamboleando, vacía, durante un tiempo más, y que el perro seguía esperando junto a ella.
Graciela Montes


El hombre de la escalera
Amor de Dragón
 
Cuando los dragones se aman se desatan los maremotos, los volcanes lanzan un fuego endemoniado y los huracanes largan una furia que hace pensar que ha llegado el fin del mundo. Por eso a veces, para amarse sin molestar a nadie, vuelan hasta el cielo más alto, donde las estrellas casi están al alcance de la mano.
Y los dragones creen que el mundo queda en calma. Pero se equivocan. Entonces caen rayos y centellas, el cielo parece desplomarse con truenos aterradores, las estrellas fugaces y los cometas de largas colas luminosas corren de un lado para el otro sembrando el pavor, y los tornados enfurecidos se tragan medio mundo.
O la luna o el sol parecen borrarse lentamente en el cielo y todos dicen que hay un eclipse, dando minuciosas explicaciones de cómo la tierra se coloca entre el sol y la luna o la luna delante del sol y etcétera etc.
Vanas explicaciones. Las dicen los que nunca miran bien. Si mirasen bien verían claramente la figura de dos dragones que se aman y que van tapando la luz de los astros según se acerquen o se alejen.
Cada vez que alguien piense que está llegando el fin del mundo sólo tiene que abrir los ojos de mirar bien. Los ojos grandes de mirar lejos. Y no creer en tonteras. Pero eso no es nada fácil.
 
 
Bendición de Dragón
 
Que las lluvias que te mojen sean suaves y cálidas.
Que el viento llegue lleno del perfume de las flores.
Que los ríos te sean propicios y corran para el lado que quieras navegar.
Que las nubes cubran el sol cuando estés solo en el desierto.
Que los desiertos se llenen de árboles cuando los quieras atravesar. O que encuentres esas plantas mágicas que guardan en su raíz el agua que hace falta
Que el frío y la nieve lleguen cuando estés en una cueva tibia.
Qué nunca te falte el fuego.
Que nunca, te falte el agua.
Que nunca te falte el amor.
Tal vez el fuego se pueda prender.
Tal vez el agua pueda caer del cielo.
Si te falta el amor no hay agua ni que alcancen para seguir viviendo.
 
 
Maldición de Dragón
 
Que tengas comida hasta estar harto todos los días de tu vida. Y que vivas muchos años. Que nunca te falten ni el agua ni la luz. Que los senderos sean suaves cuando los camines. Que las espinas se aparten de tu lado. Que tus enemigos te dejen pasar sin atacarte. Que ningún dolor te hiera en el costado. Que nadie te lastime a traición. Que nadie te ofenda ni siquiera con un gesto. Que tengas todo lo que se pueda desear, por largos, larguísimos años.
Pero que te falte el amor.
 
 GRACIELA CABAL 

"Desafío mortal"
 
- ¡Claro que voy a pelear!
- No, don piojo, usted no puede pelear con el puma.
_¿Que no puedo? ¿Por qué no puedo?
- Es una pelea despareja.
- Igual voy a pelear. Y ya mismo.
El piojo y el puma se enfrentaron. Los ojos de los dos echaban chispas, dispuestos para una pelea a muerte.
Los demás animales los rodeaban en silencio. Ya habían intentado todas las formas de pararlos, pero no había caso.
El puma mostró los dientes. Todos los dientes. Y los animales dieron un largo paso para atrás.
El puma rugió y largó un zarpazo que hizo volar al piojo y lo estrelló contra un quebracho. El piojo se enderezó y atropelló. Otro zarpazo del puma y el piojo quedó colgado en lo más alto de un algarrobo.
- ¡Bueno, basta! dijo el sapo. ¡Ya está bien!
- ¡Nada de basta! gritó el piojo bajando a los saltos de rama en rama  ¡Nada de basta!
Y saltó desde el árbol a la oreja del puma y se prendió como garrapata, dispuesto a chuparle hasta la última gota de sangre.
El puma rugió y se pegó un tremendo manotazo en la oreja para aplastar ahí mismo al piojo. Pero el piojo ya no estaba. Había saltado a la otra oreja y lo mordía desesperadamente. Otro manotazo del puma y el piojo casi aprende a volar.
- ¿Y si terminamos la pelea? dijo el elefante dando un paso adelante.
- ¡Atrás todos! gritó el piojo. ¡Nada de terminar la pelea! Y atropelló dando manotazos al aire.
El puma retrocedió sorprendido. No habla pensado que ese bichito pudiera pelear con tanta furia.
Habla querido divertirse un poco, pero jamás se le ocurrió que el piojo fuera capaz de llevar las cosas tan lejos.
- ¡Vamos, pelee! gritó el piojo atropellando.
Otro manotazo del puma y el piojo fue a caer arriba del elefante, ahí rebotó y cayó sobre el lomo del tapir.
- ¡Lo va a matar! dijo el oso hormiguero.
- ¡Lo va a destrozar con sus garras! dijo el coatí.
- ¡Lo va a morder con esos enormes colmillos! dijo la iguana.
- ¡No podemos dejar que sigan! dijo el sapo.
- ¡Tenemos que hacer algo! dijo el quirquincho.
- ¡Por favor, don elefante, usted puede pararlos, haga algo! pidió la cotorrita verde.
- Bueno bueno -dijo el elefante- poniéndose en medio del piojo y el puma .- ¡Se acabó la pelea!
El puma dio un paso para atrás y dijo:
- Por mi, la terminamos. Y les cuento que fue la mejor pelea que tuve en mi vida. Lo felicito, don piojo, estuve mal y pido disculpas.
- Acepto sus disculpas, y también acepto que me estaba ganando. Debo admitir que usted es más fuerte que yo.
Los animales hablaron todos juntos y se preguntaron muchas cosas. En especial se preguntaron por qué habría comenzado esa pelea tan feroz. Pero ninguno sabía.
Después se fueron, cada cual para su lado.
El elefante, el coatí, el sapo y el piojo se quedaron charlando.
- Don piojo preguntó el sapo ,- ¿por qué comenzó todo este lío? ¿Se da cuenta en lo que se metió?
- Fue demasiado peligroso dijo el coatí . El puma es un animal feroz. Me hizo temblar todo el tiempo.
- No se preocupe amigo, coatí, yo temblaba más todavía dijo el piojo.
- Por qué pelearon? preguntó el elefante.
- Porque casi me pisa. Pasó sin mirar y casi me pisa. Y cuando yo grité me mostró todos esos dientes que tiene y encima me insultó y me pisó la sombra.
- ¡Lo insultó! dijo el sapo . ¡Le pisó la sombra! ¿Qué le dijo?
- En realidad nada. Pero me miró como si me insultara. Y movió la pata y casi me pisa otra vez. Y de nuevo me pisó la sombra. Entonces me enojé. Me enojé y lo desafié a pelear.
- Pero, don piojo dijo el elefante , un piojo no puede pelear con un puma.
- Ya sé que no, pero las cosas tienen su límite. Y creo que se estaba pasando de la raya. ¿Sabe, don elefante?, a veces los bichos chicos tenemos que defender a muerte la dignidad. Si no resistimos, si no defendemos la dignidad, entonces sí que estamos listos. Y un buen piojo no puede permitir que nadie le pise la sombra.
El elefante y el sapo se miraron y dieron un paso para atrás con todo disimulo. No vaya a ser que por ahí, sin darse cuenta, pusieran la pata encima de la sombra del piojo.
 
 
 
Secretos de familia-Capítulo 35 -Graciela Cabal
 
Cristini se me sienta al lado porque es m¡ mejor amiga. "Hola", me dice, y estira la mano para que yo le vea el anillo nuevo.
Es divino el anillo, con una piedra brillante color rosita. "Se llama Rosa de Francia y me la regaló mi madrina", dice Cristini. "Y también me regaló esto". Y entonces Cristini saca una caja de lata con caballitos de colores en la tapa y veinticuatro pinturitas adentro. "Son alemanas, carísimas", dice Cristini. 'Tero igual te las presto porque sos mi mejor amiga."
Mi madrina no me puede regalar anillos ni pinturitas alemanas porque ella es maestra, dice mi mamá. Cosas prácticas me regala mí madrina, como ser medias, bombachas y vitaminas.
Es linda la casa de mi madrina, con su jardín y su árbol de nueces. Debajo del árbol de nueces, mi madrina tiene una mesita. Y arriba de la mesita, la Piedra Movediza de Tandil, que sirve para romper las nueces.
Hay otra Piedra Movediza de Tandil, que está en Tandil, es grandísima y se la pasa moviéndose para aquí y para allá. Gentes de todo el mundo vienen a verla, hasta en barcos y en aviones a chorro vienen. Y le ponen botellas a un costadito y la Piedra va y crac, las rompe. Pero ahora no las rompe más, dice m¡ papá, porque la Piedra Movediza de Tandil se fue al carajo.
Por suerte queda la de mi madrina, pienso yo.
"Mi madrina tiene la Piedra Movediza de Tandil", le digo a Cristini. "¿Y eso para qué sirve?", me pregunta Cristini. 'Tara romper las nueces", le digo yo. "Ah", dice Cristini. "¿Me prestás el rosita?", le digo yo.
Como soy la hija del maestro, tengo que usar los útiles de la Cooperadora, para dar el ejemplo.
El lápiz negro se llama ¡Eureka! y no escribe, raspa.
La goma también se llama ¡Eureka! y mientras borra va ensuciando.
Las pinturitas ¡Eureka! no son largas, son cortas; no son veinticuatro, son seis; y no van en caja de lata adornada con unos caballitos de colores: van en caja de cartón adornada con un muerto sin ojos.
El cuaderno no se llama ¡Eureka!, se llama Gorriti porque en la tapa lo pusieron a Gorriti, que era un señor famoso en el mundo entero y eso que no era General de la Nación ni nada.
El cuaderno Gorrití tiene tapa blanda, que se sale, y hojas que no te podés equivocar, porque si borrás se te hace un agujero y se ve del otro lado.
Por suerte tengo regla que no es íEureka! ni Gorrítí, es Pineral, que no sé quién era pero que igual me sirve para dibujarle los renglones al Gorriti, que se los olvidaron de hacer.
"¿Seguro que no es ¡Eureka! el cuaderno?", le pregunto a mi papá cada vez que los renglones me salen torcidos.
Y mi papá me dice que no me haga la graciosa, que más de un niño daría la vida por tener mi cuaderno, mi goma, mi lápiz. Y que allá en la China y también en los desiertos, los niños dibujan con palitos en la tierra y nunca se quejan.
A mí me gustan los cuadernos de tapa dura donde está San Martín, con su traje de General de la Nación y su caballo blanco.
Mi mamá dice que no importa lo que haya en la tapa porque igual va forrada con azul araña, para que no searruine, y después con el Billiken, para que no se arruine el azul araña.
Hay unos cuadernos divinos deben ser alemanes que tienen tapa dura y van atados con alambre. Pero en la escuela están terminantemente prohibidos, porque a ver si los varones, que son tan brutos, les arrancan los ojos a las niñas con el alambre y después qué hacemos.
¡Eureka! quiere decir "¡¡Qué suerte!! !!Lo encontré!!" Y la palabra la inventó el muerto sin ojos de las pinturitas que no es un muerto sin ojos, es una estatua, me dijo mi mamá.
Lo que mi mamá no se acuerda bien es qué cosa hizo el señor Gorriti para ser famoso en el mundo entero. Pero algo grande habrá hecho, dice mi mamá, porque no solamente tiene cuaderno: también tiene calle.
A mí me gustan los sábados porque los sábados son días de limpiar pupitres.
Muy cargados vamos los sábados: además de la valija y la bolsita blanca con nombre azul, tenemos que llevar la bolsita azul con nombre blanco, la de limpiar.
Adentro de la bolsita de limpiar va un delantal azul (a mí me lo hizo mi tía, y como lo adornó con frutillas, que están prohibidas, me tuvo que hacer otro, liso), un papel de lija, dos trapitos viejos y un limón. (A los limones, que sirven para sacar la tinta, los tenemos que poner arriba del escritorio de la Señorita, para que ella los corte con un cuchillo peligroso.)
Antes de que empecemos a limpiar, llega Juan con una lata en una mano y una botella grande de tinta con piquito en la otra mano. Entonces Juan va pasando y nosotros tiramos la tinta sucia en la lata y él nos llena el tinterito con la tinta fresca. (Los tinteritos nuestros se ensucian mucho porque los varones, que son muy asquerosos, se la pasan echando adentro porquerías, como ser pelusas y moscas muertas.) A mí me da frío en los dientes cuando paso la lija, pero me la aguanto y la paso lo mismo. Y después de la lija paso un trapito, y después la mitad del limón (ahí hay que esperar para que el limón chupe bien), y de vuelta el trapito. Algunas niñas se chupan los limones. Y los varones, para hacerse los chistosos, se los chupan cuando están llenos de tinta.
Por suerte nada más quedan cuatro varones en el grado, que si no...
Para que el pupitre no se me manche con tinta, mi papá me regala un tintero involcable, que uno lo da vuelta y la tinta se queda pegada arriba, como las moscas en el techo.
"¿Es ¡Eureka!?", le pregunto a mi papá.
"¡¡NOOOOO!! ¡Lo compré en La Preferida!", dice mi papá.
"Mi papá me compró un tintero involcable", le digo a Cristini.
"A ver", dice Cristini.
Entonces yo agarro el tintero, lo doy vuelta y lo sacudo sobre mi cuaderno de clase.
Lo engañaron a mi papá: el tintero involcable es ¡Eureka!
 
 
"Alrededor de los libros"
 
Dicen que los coleccionistas suelen ser personas de larga vida. Parece que a ellos nunca les llegara la hora de morirse. Mejor dicho, sí, les llega, igual que a todo el mundo, pero los coleccionistas se resisten a morir. Y no se mueren. ¿Y eso por qué? Porque a su colección más bien a sus colecciones siempre les anda faltando algo...
Caso parecido, creo yo, es el de los lectores. Hablo de los lectores adictos, de los que leen lápiz en mano, como le gusta a Steiner, dialogando con el autor; de los que jamás salen sin un libro en la mano, por cualquier cosa; de los que compran libros que, intuyen, nunca van a llegar a leer; de los que están deseando volver a casa para arrebujarse dentro del libro que están leyendo; de los que repasan la historia de su propia vida a través de las marcas que fueron dejando en sus libros; de los que acarician los libros y los olfatean y duermen con ellos debajo de la almohada; de los que abren un libro al azar para encontrar la respuesta a alguna pregunta, el consuelo a algún dolor; de los que retrasan la lectura de las últimas páginas para alargar el placer; de los que cuando terminan un bello libro se preguntan: "¿Y ahora, qué va a ser de mí?".
Mi papá era un lector de ésos. "Todavía no me puedo morir decía, disculpándose : tengo que terminar El otoño del patriarca... ". Y no se moría. Porque antes de terminar ese libro ya empezaba otro. Y entonces era cosa de nunca acabar. Una estrategia, como cualquier otra. Es que para lectores así la muerte es un verdadero escándalo. Con todo lo que hay que leer...
Quiere decir que es cierto: leer alarga la vida. Y eso no sólo referido a la posibilidad de vivir vidas ajenas, de agregar un cuarto a la casa de la vida, como decía Bioy Casares, de hacer cosas que jamás haríamos en la existencia común y corriente subir a las estrellas, bajar al fondo del mar, desenterrar tesoros en islas desiertas , no. Hablo de vivir más tiempo, literalmente hablando.
Claro que, finalmente, los lectores adictos también se mueren. Pero lo hacen tan a su pesar, tan aferrándose con uñas y dientes a la poquita vida que les va quedando...
(Catedral de Santander, sepulcro de don Marcelino Menéndez y Pelayo, una de las estatuas funerarias más bellas de España. De larga barba y hábito de monje, don Marcelino duerme el sueño final. Y su cabeza se apoya en una almohada de libros. En los libros, una leyenda grabada: ¡Qué lástima morir cuando me queda tanto por leer!)
A veces la resistencia del lector a morir es intolerable hasta para la misma Muerte quien, condolida, se inclina a susurrar en los oídos del moribundo: "No temas, no desesperes, que el cielo debe de ser una lectura continua e inagotable…”, según dice Virginia Woolf, una escritora que ella, la Muerte, conoce muy bien. Otras veces la Muerte hace como que se confunde, como que se distrae, y mira para otro lado... Y el que muere es uno que no tenía nada que ver, pero que andaba por el mundo sin un libro en la mano que lo protegiera de todo mal...
De lectores trata este libro. Y quien dice leer dice escribir también trata de escritores, esas bombas de tiempo, esos seres que nunca terminan de crecer y sentar cabeza. Fernando Pessoa, por ejemplo, que en el Libro del desasosiego se pregunta: Dios me creó para niño y me dejó siempre niño. ¿Pero por qué permitió que la vida me maltratase y me quitase los juguetes ... ?
Y también trata de maestros, y de chicos, y de la risa, y de los primeros encuentros con los libros, y del derecho a la fantasía, y de lo siniestro, y de la felicidad, y del miedo, la emoción más antigua* que está en el origen de toda creación...
Son algunos de los temas en torno de los cuales fui reflexionando a lo largo de estos últimos años. Los mismos temas enfocados desde diferentes puntos de vista. Y que se van ampliando, como los círculos en el agua. Después de todo, uno habla apenas de sus obsesiones. De lo que puede, no de lo que quiere. Y desde donde puede, que en mi caso suele ser el humor y la infancia.
 
 
 
 "De libros y de niños"
 
Yo ya sé que las invitaciones para participar en el festín del milenio están estrictamente controladas.
Sé que para la gente de nuestra América quedaron pocas, poquísimas invitaciones.
No somos presentables, parece,
No sabemos comportarnos en sociedad.
Los colores de nuestros vestidos resultan muy estridentes.
Nos reímos con la boca abierta, echando la cabeza hacia atrás. Lloramos a los gritos.
Y cuando tenemos hambre casi siempre tenemos hambre, nos olvidamos de usar los cubiertos.
Además, todo el tiempo andamos con los hijos a cuestas (demasiados hijos). Y los niños, ya se sabe, no tienen cabida en las fiestas de los grandes. Por lo menos los nuestros.
Por eso no nos invitan, parece.
Nos dicen que tengamos paciencia. Que si somos amables y complacientes y ponemos la otra mejilla, cuando termine el festín, algo nos darán (los ricos siempre dejan comida en el plato, es de buena educación).
Que empecemos a hacer la fila, nos dicen, para que nos entreguen un número. A ver si todavía nos quedamos sin nada...
Así son las cosas.
Pero yo tenía que hablar de libros para niños, que es de lo que más sé.
Libros para el nuevo milenio.
Bellos libros de tapa dura, dibujos coloridos y cuentos para reír y llorar y bajar al fondo de] mar y subir a las estrellas.
Pero sucede que los niños de nuestra América no están invitados al festín.
Sucede que ellos están en otras partes, haciendo cosas de grandes.
Y si no están nuestros niños ¿qué hacemos con los libros para niños?
Entonces no sé si hoy quiero hablar de libros. Creo que no quiero.


Laura Devetach
 
*                   El enigma del barquero. Buenos Aires, Sudamericana, 2000. (Pan Flauta)  "Carta final de la autora"
 
*                   Picaflores de cola roja. Buenos Aires, Alfaguara, 2003.
 
 
 
Carta final de la autora
 
Ninguno de estos cuentos es del todo real, pero tampoco del todo mentira. Aún hoy pongo a funcionar los berrinches de infancia cuando me harto de tanta adultez. Entonces escucho a los niños que me habitan, a los gurises y muchachitas que me ayudaron a jugar con barro, a escondernos, a escaparnos para ver pasar los trenes. A los que supieron orientarme en un monte siguiendo las señales que la humedad deja en los árboles. Escucho a los que saben elegir la leña que arde mejor, a los pibes que trabajan, a los niños del mundo que están a la intemperie y así aprenden a vivir. Para nombrarlos uso las palabras a la que ellos responden: muchachita, chiquilines, gurises, pibes, y todos esos nombres nos acercan. Hablo de ellos en mi lengua litoraleña, cordobesa, y vaya a saber qué otras, en la lengua que me sale a esta altura de la vida. Creo que esta lengua mía hace que el mundo se vuelva menos ajeno.
 
 
 
 
Picaflores de cola roja (Fragmento)
 
El frío espiaba por la ventana del aula. Los chicos y las chicas se frotaban la punta de los dedos para poder escribir las palabras que dictaba la señorita Sonia todas las santas mañanas a la primera hora.
¿Habrá traído hoy el superdictado? rezongaban cuando la veían venir toda de plata entre la neblina del fondo de la calle.¿Superdictado? preguntaban.
Sí reía la señorita Sonia, y entraba al aula a escribir en ese cuaderno que tienen las maestras y nunca se sabe a quién se lo muestran.
Uf decían los chicos y las chicas.
Después jugaban con el frío a fumar cigarrillos inventados. Despedían por la boca vapor azul, vapor con secretos, vapor de palabras escondidas, vapor de preguntas que no se animaban a hacer.
Lena sacudía una cabellera de propaganda de champú y hacía aletear los pájaros de sus pestañas.
Manuel se sacaba el sombrero invisible y la saludaba. Después echaba adentro la ceniza de su gran cigarro de señor muy ocupado.
Lena se rociaba con esencias de lejanas islas y ponía cara de televisión.
Manuel, con la misma cara, tenía una pipa de madera tallada por un silencioso navegante.
Hoy haremos dictado de palabras difíciles dijo la señorita Sonia.
Los chicos y las chicas arrugaron las sonrisas. Manuel regaló a Lena una pastilla de naranja y ella pudo reír otra vez.
La puerta del aula estaba cerrada. El frío quedó solo, afuera. Alguien había dibujado un corazón en el cristal empañado de la ventana. Un corazón que se borraba y volvía a aparecer porque siempre algún dedo se enfriaba dibujándolo.
Ornitorrinco dictó la señorita Sonia , murciélago, cuchichear.
Lena y Manuel trataban de escribir con rapidez para tener tiempo de mirarse de reojo y seguir jugando a inventar cosas con el vapor de sus bocas entre palabra y palabra.
Alelí, relampaguear, izar seguía goteando la voz de la maestra.
El vapor de Lena se convirtió en un vestido de fiesta verdemar, con música en el ruedo.
Carnívoro, facilísimo.
Manuel hizo una guitarra eléctrica y la tocó. Lena lo miraba como quien ve el color de la música.
Lena hizo una calle florecida de paraguas rojos, azules y amarillos, con dulzor de praliné. Ella, Manuel y la guitarra allí estaban, paseando y cantando.
Manuel hizo un jazmín para regalar a Lena.
Lena hizo una trenza de pasto para Manuel.
Automovilístico, odontólogo dictaba la señorita Sonia . Lena, Manuel, atiendan porque voy a dictar una sola vez cada palabra.
Los chicos se pusieron colorados, pero solamente un ratito. Vieron que sus compañeros, de una manera o de otra también llenaban el aire con figuras de vapor.
Había un piel roja con chaleco de cuero. Una princesa de trenzas que caían al suelo desde la ventana de una torre altísima, Un marciano con ojos de arena y voz para recitar poemas. Una hermosa agente secreto que bailaba como una rama de mimbre.
De pronto toda la clase pegó un respingo y la señorita Sonia tuvo que dejar de dictar y, sobresaltada, preguntar qué pasa, pero qué pasa, qué les pasa; porque del fondo de un pupitre o de un tintero o del polo norte del globo terráqueo, salieron volando dos picaflores de cola roja. (...)
 

BEATRIZ FERRO
 
 
El robo (Inédito)
En la llave no está la clave (Inédito)
 
 
El robo
No era la primera vez que aparecía por allí. El visitante recorría las salas del museo mirando los cuadros casi de reojo, por cortesía, hasta llegar a "Jardín en otoño".
Allí se detenía.
Era un jardín simétrico, con dos senderos que abrazaban un macizo central de flores lilas y se perdían a lo lejos. Arbustos como fondo del cantero florido; más arbustos y árboles frondosos en hilera, custodiando el lugar por ambos lados.
Un plácido jardín de otros tiempos, solitario y dueño de sí mismo. Ausente la casa y, si la había, debía ser una casona cerrada y sin gente.
Uno podía recorrer con los ojos los senderos hasta el impreciso horizonte de follaje y preguntarse qué habría más allá, como si el jardín oficiara de antesala de otros paisajes y otros mundos.
Era un buen cuadro, uno de los más valiosos del museo.
La primera vez que el guardián observó a aquel hombre menudo, arrobado ante la tela, no sospechó de él. Pero la escena se repitió varias veces y su desconfianza creció con cada visita.
En una ocasión lo sorprendió atisbando el perfil del marco como si quisiera ver el dorso del cuadro. Otra vez lo pescó mirando nerviosamente a uno y otro costado para asegurarse de que no había testigos.
El guardián sabía que el robo era inminente y trató en vano de imaginar qué recursos usaría, en qué momento, y si tendría cómplices.
 
Un día de lluvia, el museo casi desierto, reapareció el visitante. Se sacudió unas gotas del impermeable y merodeó de sala en sala hasta llegar al cuadro. El guardián se ubicó estratégicamente en un ángulo desde donde no le perdería pisada.
 
Fueron unos minutos de descuido, cuando tuvo que contestar un teléfono que nadie atendía. Aunque volvió rápidamente a su puesto, el visitante ya no se veía. Corrió hacia el cuadro pero no llegó a tiempo para impedir el robo.
La sala estaba vacía.

El guardián lo vio alejarse, inalcanzable.
El hombrecito había llegado casi al final de uno de los senderos de "Jardín en otoño"; unos pasos más y, sin volver la cabeza, se esfumó detrás del muro de follaje.
Lo único que quedaba de él era su impermeable en el piso, debajo del cuadro.
Ya no volvería.
Ninguno de los que han sido robados, por un cuadro han regresado.
 
 
 
En la llave no está la clave
 
La cerrajería del barrio tenía por nombre "Las Llaves del Reino" lo que había contribuido a que Sam, su dueño, recibiera el apodo de Sam Pedro.
Tales alusiones celestiales fueron sin embargo ineficaces para conjurar la infernal ola de asaltos que desde hacía un tiempo padecían los vecinos.
Inútiles la vigilancia y la doble llave; no había puerta ni portón que les cerrara el paso a los ladrones.
 
La figura de Sam Pedro empieza a destacarse cuando pone a la venta "La Sietellaves", cerradura de máxima protección.
Los vecinos que la probaron pudieron dormir tranquilos por primera vez en mucho tiempo. Naturalmente, el vecindario entero corrió a comprarla.
Seguridad, alivio, sueño sin sobresaltos... por unos días.
Los ladrones no tardaron en demostrar que cerraduras y cerrojos eran juego de niños para ellos.
La población superó el duro golpe; nuevo peregrinaje a “Las Llaves del Reino" y cambio de proyecto: en vez de la cerradura convencional, Sam Pedro recomendó la "Ranura segura", un sistema de protección con tarjeta computarizada y alarma.
El gasto valió la pena; los ladrones, desconcertados, se replegaron con la frente marchita... Por un tiempito, hasta que le encontraron la vuelta al sistema y volvieron a la carga con renovados bríos.
 
La situación empeoró como bola de nieve cuesta abajo. Hasta que, un día, Sam Pedro se jugó e importó de Oriente la última palabra en seguridad: los sensores "Ábrete Sésamo" y "Ciérrate Sésamo" que accionaban las puertas con la sola emisión de la voz de los dueños de casa.
Para qué abundar en detalles. Digamos simplemente que se repitió el ciclo y, después de un comienzo esperanzado, sobrevino el fracaso: los malhechores se convirtieron en expertos imitadores de voces, robaron con denuedo y todo volvió a la anormalidad.
Había una lógica en todo eso puesto que cada innovación les demandaba nuevos gastos; tenían que familiarizarse con técnicas novedosas, adquirir herramientas adecuadas, y, en algunos casos, contratar el asesoramiento de un delincuente senior.

Así que, para llegar a fin de mes, tenían que hacer horas extras, esto es, trabajar más, esto es, robar más. Sin contar con que, para los malvivientes de más edad, vencer los obstáculos que les oponían era una cuestión de amor propio y, para los más jóvenes, una cuestión de bronca.
Cuando ya parecía que el problema no tendría solución, Sam Pedro les comunicó a los vecinos que había encontrado una salida más que original, insólita, que hasta podría parecer disparatada. Después de profundas meditaciones había llegado a la conclusión de que los ladrones, cuyos logros cotidianos consisten en desbaratar la endeble seguridad doméstica desconectando alarmas y violentando cerrojos, de ninguna manera soportarían actuar en un ámbito que no les opusiera resistencia. En síntesis, había que dejar las puertas sin llave, preferiblemente abiertas o entornadas. Casi una invitación:
¡Bienvenido, delincuente!
Por increíble que parezca, la propuesta dio resultado. Los malvivientes, pensando tal vez que la comunidad ya no respetaba las reglas que rigen las conductas del asaltante y el asaltado, emigraron hacia barrios más respetuosos de la tradición.
El cambio fue notable. En seguridad, por supuesto. Aunque fue aún más llamativo en lo que a 'Tas Llaves ' del Reino" se refiere, ya no más cerrajería sino sede del CENOU, Centro de Orientación Universal. A partir de aquel acierto, Sam empezó, a ser consultado sobre los más diversos temas. Por comodidad o desidia se dejó la barba, calzó ojotas, y cambió los jeans por una larga túnica. Alguien, uno de tantos, encendió en una de las reuniones la primera varita de incienso.
Los viejos siguieron llamándolo Sam Pedro, pero los jóvenes vieron en él al noble guerrero vencedor de las fuerzas oscuras y lo rebautizaron Sam Urai.


EDUARDO ABEL GIMENEZ
 
 
Para escuchar:
 
Clase de gimnasia (cuento inédito)
El inspector (cuento inédito)
Gazpacho (cuento inédito)
Rayas oscuras (cuento inédito)
 
 
 
Clase de gimnasia (cuento inédito)
 
Mi ventana da a un patio que está en los fondos de un centro de PAMI. En ese lugar, ayer a la mañana se reunió un grupo de mujeres mayores, sin duda jubiladas y pensionadas, para hacer gimnasia. Algunas eran flacas y largas, otras tan redondeadas que desde mi sexto piso parecían escarabajos reblandecidos por el sol. Desde arriba les veía las distintas tinturas: rubias la mayoría, una con el pelo completamente negro, todas con elaboradas formaciones sobre la cabeza. Ninguna tenía ropa del todo gimnástica: zapatillas y jeans, blusas y shorts, las combinaciones eran variadas, irrepetibles, llenas de color.
Las dirigía un hombre, también mayor, de camisa azul y pantalón de vestir, con zapatos negros de punta angosta. Él no hacía los ejercicios, sólo los indicaba con una voz firme, obtenida a lo largo de muchos años de práctica:
—Levanto la cola. Bajo la cola. Levanto la cola. Bajo la cola. Levanto la cola...
Y mientras hablaba iba caminando lentamente entre las mujeres.
Al principio los ejercicios eran fáciles. De pie, giraban la cabeza a la izquierda, luego a la derecha. Hacían un círculo no muy amplio con los brazos. Inclinaban el cuerpo a un lado, uno, dos, tres, y al otro, uno, dos, tres. Acostadas, alzaban un muslo, estiraban la pierna, encogían la pierna, la bajaban. Plegaban las piernas sobre el abdomen y las abrazaban con fuerza. Cruzaban las manos bajo la nuca y levantaban un poco los hombros del suelo.
Después las cosas se fueron poniendo un poco más complicadas. Hicieron un arco con el cuerpo, apoyadas en manos y pies, curvando espaldas y disparando colas hacia el cielo, y levantaron a la vez la mano izquierda y la pierna derecha. Las volvieron a apoyar. Levantaron la mano derecha y la pierna izquierda, y contra lo que yo esperaba se mantuvieron así durante unos segundos hasta que al fin levantaron la otra pierna, para quedar apoyadas sólo en la mano izquierda.
Era evidente que el profesor quería ver cuánto duraban en esa posición, pero no tuvo que esperar demasiado. La más gorda descubrió rápidamente que su peso excedía el límite de fuerzas de un solo brazo, y acabó cayendo. Pero lo hizo con gracia, encorvándose sobre sí misma como una pelota, y de alguna manera acabando el proceso de pie. Las otras fueron rindiéndose rápidamente, hasta que el profesor le ordenó bajar a la última, la más flaca, que parecía un árbol añoso decidido a soportar los elementos por toda la eternidad.
Lo siguiente fue correr hacia una pared, la opuesta a mi ventana, tocarla con un pie y propulsarse hacia atrás para dar una vuelta en el aire. Ninguna de ellas podía correr con rapidez, pero tampoco era necesario. Todas menos una lograron pasar la prueba al primer intento, en particular la más gorda, que tenía facilidad para ese tipo de giros. Esta vez fue la flaca-árbol la que dudó: se detuvo antes de llegar a la pared, dijo algo en voz baja que no comprendí, volvió a intentarlo, se detuvo otra vez, y al final agitó los brazos en un gesto de impotencia. Siguiendo instrucciones del profesor, otras dos se colocaron a ambos lados de su camino, como para sostenerla en caso de que cayera, y entonces hizo un intento tibio, desanimado, para terminar aterrizando en los brazos de sus compañeras.
A otra cosa: barras asimétricas. Todas hacían más o menos la misma rutina, pero se veían muy diferentes de acuerdo con la forma de su cuerpo. Las redondas parecían rodar y rebotar entre una barra y la otra, e invariablemente terminaban de pie, como si esa habilidad fuera una característica más de sus respectivas gorduras. En cambio, las alargadas se plegaban, se desplegaban, se curvaban hacia atrás y hacia adelante, estiraban brazos y piernas y daban la impresión de poder volar de barra en barra, pero tenían dificultades para aterrizar, y más de una acabó en el suelo.
El profesor estaba insatisfecho, se le notaba en la voz, y sin embargo no insistió con las barras. Dijo algo sobre la falta de tiempo, dio varias palmadas en un vano intento de imprimir velocidad a las alumnas, e inició las instrucciones para el último ejercicio.
Se acostaron en un círculo amplio, con las piernas y los brazos abiertos, de manera que se tocaban entre sí con las puntas de los pies y de las manos. Parecía un cuadro de Esther Williams, pero sin agua. Se habían distribuido como si hubieran querido equilibrar los pesos: las dos más gordas en sitios opuestos, las dos más flacas también.
El profesor se paró en medio del círculo y bajó el tono de voz. Ahora no me resultaba posible entender lo que decía. Sin mover las piernas, las mujeres levantaron los brazos a la altura de los hombros, hasta unos veinte centímetros del piso. Luego elevaron la cabeza, los hombros, la espalda, muy suavemente, y se tomaron de las manos. Como tirando del aire, consiguieron levantar también las caderas, y quedaron con el cuerpo recto, en una inclinación de treinta o cuarenta grados con respecto a la vertical, tocando el piso sólo con los talones. Parecían una flor recién abierta. Desde mi distancia tuve la impresión de que mantenían los ojos cerrados.
El hombre susurró algo, y las gimnastas separaron también los talones del piso. Libre de esa atadura, el círculo empezó a girar en sentido horario y a la vez a elevarse en el aire. El profesor de camisa azul y pantalones de vestir bajó la voz todavía un poco más, hasta que dejé de oírlo.
Cuando la flor llegó a un par de metros de altura ya daba una vuelta completa cada dos o tres segundos, y seguía acelerando. Entonces las manos se separaron, y una a una, en hilera, las mujeres se elevaron en una curva que, alejándolas de mí, las llevó por entre las torres que dan a la avenida Crámer y más allá, rumbo a Villa Urquiza. Todo muy lentamente, claro, porque sólo eran un grupo de viejas.

 
 
El inspector (cuento inédito)
 
El inspector recorrió con la mirada los rostros de los presentes, deteniéndose en cada uno el tiempo suficiente para provocar un escalofrío. Estábamos en la inmensa biblioteca de la familia Bookends, donde se decía que la mitad de los libros del mundo habían encontrado su lugar. Quizás esto último era una exageración, porque por allá arriba, cerca del techo inalcanzable, se podía ver una serie de estantes casi vacíos. Dos policías hacían guardia junto a la única puerta, también ellos ansiosos por oír el veredicto del más grande investigador de homicidios de la región, que nos había reunido allí para dar a conocer el resultado de la pesquisa.
De pie frente a la chimenea apagada, el inspector terminó de aterrarnos a todos y alzó el brazo izquierdo para echar una mirada al reloj pulsera. Tosió aclarándose la garganta y se volvió hacia un rincón.
—Es la hora, mi estimado... —empezó a decir, pero no pudo terminar la frase.
Allí en el rincón, el coronel Downright saltó de la silla y, antes de que pudiéramos impedírselo, extrajo un arma de su voluminoso abrigo y disparó, con tan buena puntería que destruyó por completo un jarrón chino que estaba justo a la derecha y atrás de la cabeza del inspector. Nos echamos sobre el coronel de inmediato, así que el segundo disparo, desviado, dio en la araña gigantesca que pendía de las alturas, desprendiendo más fragmentos de cristal que monedas hay en un reino.
Dominamos al coronel con facilidad, porque a pesar de su tamaño ya no tenía la fuerza de la juventud. Alguien le quitó el arma. Logramos que se sentara. Y allí quedó, sacudiéndose con violencia en un llanto silencioso. Nos giramos para no tener que verlo.
—Qué pena —dijo el inspector, que no se había movido—. Abrigaba la esperanza de que mi querido coronel Downright nos señalara al verdadero culpable.
Y mientras lo decía, trazaba un arco con la mano derecha y el índice extendido, tal vez ilustrando con el gesto sus palabras, tal vez buscando señalar él mismo al asesino que todos esperábamos conocer. Al final del arco, el dedo acabó apuntando directamente hacia la ventana, y bajo la ventana...
—¡Canalla! —exclamó el doctor Hardonall, poniéndose de pie y avanzando hacia el inspector mientras, él también, extraía un arma y disparaba. La bala se sumergió casi sin ruido en las páginas mansas de una antigua enciclopedia, a centímetros de la oreja izquierda del inspector.
Nos echamos sobre el doctor Hardonall, cuyas manos temblaban tan violentamente que no fue necesario quitarle el arma: cayó sola a nuestros pies, mientras su dueño se deshacía en improperios hacia el inspector.
—Llamen a la policía —gritó alguien junto a mí. Y entonces las risas aliviaron la situación: la policía ya estaba allí, sólo que no le dábamos tiempo para actuar. El que había gritado se ruborizó hasta las plantas de los pies.
Puesto bajo control el doctor Hardonall, de quien nadie habría creído posible tal arranque, el inspector volvió a aclararse la garganta.
—Veo que esto ha de ser más difícil de lo que creía —comentó, mientras se volvía hacia el dueño de casa, el señor Bookends en persona—. Mi querido señor Bookends, debo pedirle...
Otra vez la frase quedó inconclusa. El señor Bookends, que tenía fama de odiar las armas de fuego, saltó hacia adelante como disparado por un cañón, mientras extraía un cuchillo de entre las ropas. Pero algo salió mal en su cálculo, porque acabó tropezando con la silla de la señora Skinnychin y rodando por sobre el elaborado sombrero que la dama había creído oportuno traer a la reunión. El cuchillo resbaló de sus manos y fue a parar a un zapato del inspector, donde produjo un quiebre casi imperceptible de la perfecta superficie de cuero lustrado. El inspector no se molestó en recogerlo. Tampoco los policías de la puerta, que sin duda tenían instrucciones de no actuar. Devolvimos al señor Bookends a su silla casi sin que ofreciera resistencia, porque se había golpeado el vientre de tal manera que apenas podía respirar.
—Iré al grano, entonces —dijo el inspector, frotándose la nariz—. Como todos saben, he estado investigando la muerte de la señora Frigidale, quien en su testamento había dejado todos los bienes a su único...
—¡Miserable! —exclamó el señor Frigidale Jr., único hijo y heredero de la señora Frigidale, y mientras lo exclamaba lanzó su silla hacia atrás y se echó hacia adelante levantándose las mangas para disparar su mejor cross de derecha a la mandíbula del inspector.
Esta vez, agotados por tanta acción, nos quedamos inmóviles. Pero no hizo falta ayudar al inspector. El señor Frigidale Jr. no se había dado cuenta de que su propio hijo, el pequeño nieto de la señora Frigidale, antes de abandonar la biblioteca siguiendo sus órdenes, le había atado entre sí los cordones de los zapatos. Por lo que su inmenso salto de tigre furioso acabó en una rodada por el piso, que incluyó un golpe certero a mi silla y terminó con el señor Frigidale Jr. y yo enredados entre las piernas de los demás.
Nos levantamos poco a poco, el señor Frigidale Jr. aún resoplando con furia pero tratando de aplacar los nervios y desatar los cordones. Los policías de la puerta, como vi de reojo, hacían un esfuerzo para contenerse y no reír.
—Bien —dijo el inspector—. O no tan bien, pero digamos que estamos llegando al final del asunto. Como comprenderán —e hizo una pausa para sacar la pipa—, el caso es tan complejo que la búsqueda de un culpable nos ha llevado por caminos... inesperados.
Los puntos suspensivos sirvieron para que el inspector tuviera tiempo de posar sus ojos sobre el rostro angelical de la única joven presente en la biblioteca, la señorita Parkinson, quien no dejó de percibir el detalle.
—¡Cochino! —gritó la señorita Parkinson, perdiendo de pronto la compostura, mientras con un gesto aparentemente espontáneo tomaba en sus manos una de las más preciadas reliquias de los dueños de casa: un arco y una flecha traídas de lo más profundo del África desconocida, que ocupaban un sitio de honor en una pared de la biblioteca.
Cohibidos por tratarse de tan joven y delicada dama, estuvimos paralizados mientras la señorita Parkinson, con velocidad que indicaba una larga práctica, aprontaba la flecha, tensaba el arco y disparaba. La flecha atravesó la hombrera derecha del inspector, sin afectar la integridad física del hombre. Y allí quedó, como un adorno de jefe tribal.
La señorita Parkinson, agobiada por la situación, optó por desmayarse. Y entonces sí, nos apresuramos a contenerla, a hacerle aire, a depositarla suavemente en su silla, donde fue recuperando los colores habituales.
—Como decía —continuó el inspector, imperturbable—, la investigación nos ha llevado en direcciones no compatibles con las que inicialmente consideré al menos verosímiles. —Algunos de nosotros asentíamos, más para indicar que tratábamos de comprender la retórica del inspector que sabiendo hacia dónde iba. —Se trata de un caso complejo, con aristas que aún debemos pulir, pero en el que sin duda alguna ha habido una persona, y sólo una, culpable de asesinato.
Mientras hablaba, el inspector paseaba los ojos por la sala. Y justo al pronunciar la palabra “culpable” su mirada coincidió con la mía. No pude contenerme ante tamaña injuria. Poseído por una ira más allá de mi control, me puse de pie, aferré la silla con ambas manos y la lancé en dirección al inspector. Esta vez sí, la suerte estuvo en su contra. La silla le dio de lleno en la cara, extrayéndole un grito de dolor. Aprovechando el momento, el coronel Downright, que de alguna manera había recuperado su arma, volvió a dispararla, ahora acertando entre los botones prolijamente abrochados de la chaqueta del inspector. El doctor Hardonall, aún desarmado, arrancó la pistola humeante de las manos del coronel y también disparó, convirtiendo en fragmentos dispersos la rodilla izquierda del inspector, que ya venía desplomándose lentamente al suelo. El señor Bookends, que en el tumulto había logrado hacerse de nuevo con su cuchillo, lo clavó hasta el mango en el cuello del inspector, mientras el señor Frigidale Jr., que había entrelazado las manos para formar una maza temible, las descargaba sobre la cabeza del hombre que caía y caía interminablemente y dejaba salir de sí ríos de sangre que iban a parar a la gruesa alfombra que los Bookends habían importado de Persia. En tanto, la señorita Parkinson, que había recuperado sus fuerzas, descubrió una segunda flecha en el mismo rincón donde había encontrado la primera, y volviendo a tensar el arco la lanzó en la dirección general de la lucha, con tan buena fortuna que atravesó el ojo izquierdo del inspector, quien soltó un último estertor y cayó definitivamente muerto sobre la alfombra ya inútil y sobre nuestras igualmente inútiles conciencias.
El problema, ahora, era que ni los policías de la puerta, que habían aprovechado la confusión para escapar de una buena vez, ni nosotros, sabríamos jamás quién era el asesino.

inicio
 
 
 
Gazpacho (cuento inédito)
 
La gente sudaba. El sol caía sobre la plaza apenas contenido por las palmeras y una nube solitaria que escapaba antes de que se le hiciera tarde. En las camisas azules se formaban manchas húmedas, gotas de agua salada caían por frentes y barbillas. Con los brazos en alto, la multitud cubría césped, caminos, aceras, calles, sin dejar un hueco, hasta donde los edificios impedían ver. Las voces gritaban al ritmo de los tambores:

¡Gaz-pa-cho!
¡Gaz-pa-cho!
Hubo un movimiento allá arriba, en el palco. Se abrió la cortina roja. La Casa de Gobierno relucía con pintura nueva, tan brillante que era difícil mantener la vista fija en esa dirección. Pero nadie quiso perderse el momento en que el Líder atravesó la cortina entreabierta, avanzó hasta el borde mismo del palco y levantó los brazos como convocando al cielo para que se acercara al pueblo.
Los gritos crecieron, se aceleraron:
¡Gaz-pa-cho!
¡Gaz-pa-cho!
El Líder dio un par de golpecitos en el micrófono. Su dedo índice, amplificado en los parlantes, logró reducir las voces a murmullos. Los chistidos recorrieron la plaza. Cuando el silencio fue suficiente, el Líder exclamó:
—¡Cortar el tomate!
La gente estalló en aplausos y vítores. Los tambores redoblaron. La nube solitaria terminó de ocultarse tras la torre de la catedral. El Líder sonrió con tanta amplitud que sus dientes blancos opacaron las paredes del edificio. Hizo gestos de apaciguamiento.
—¡Trozar los pimientos! —prosiguió—. ¡Picar la cebolla! —Hizo una pausa de efecto, con el timing de un actor experto. —¡Desmenuzar el pepinillo!
Otra ovación, más extensa, más calurosa. El Líder aspiró hondo, tanto que parecía agigantarse a la vista de sus seguidores. Alzó el brazo derecho e hizo un gesto giratorio con la mano.
—¡Echar los ingredientes en un cuenco grande! —gritó—. ¡Mezclar con la batidora! ¡Hacer un puré suave! —Y todo casi sin respirar, con la potencia que sólo alcanzan los privilegiados.
El suelo tembló con el estruendo de los tambores y las cajas de resonancia de cien mil pechos gritando al unísono. Pero el Líder volvió a lograr silencio con apenas un movimiento de los dedos.
—¡Poner la sopa en el refrigerador! —dijo, usando un tono de voz más medido, preparando el final.
La plaza entera se aquietó. Este era el momento culminante. El propio sol esperó en lo alto. Los pocos pájaros que no habían huido también miraban hacia el palco. El Líder, ahora sí, arrancó su voz de lo más profundo de la tierra:
—¡Y servir bien frío!
Todo estalló. Minutos enteros de ovación, parches castigados, césped arrancado por los pies que bailaban. El Líder reconoció el afecto de su pueblo con suaves inclinaciones de la cabeza, a derecha y a izquierda. Finalmente, a la menor indicación de que el furor disminuía, volvió a levantar los brazos y logró, por última vez en el día, un silencio profundo.
—Mañana —dijo, y volvió a mostrar los dientes más blancos que la nieve—, ¡mañana paté de pescado!
La multitud rugió de satisfacción, mientras el Líder desaparecía al otro lado de la cortina roja. Vítores y cánticos se sucedieron durante un largo rato. Pero sin el Líder para dirigirlo todo, el sol siguió su curso, la nube reapareció al otro lado de la torre, y los pájaros decidieron volar sin rumbo fijo.
No mucho después se inició la desconcentración. Algunos, los más inquietos, ya le iban poniendo música a la consigna del día siguiente.
inicio
 
 
 
Rayas oscuras (cuento inédito)
 
Hay rayas oscuras en el techo pero se mueven cuando parpadeo, así que tienen que ser un efecto de la luz.
Camino por un pasillo ancho, como el de un hotel. No, no es así. Estaba soñando, y ahora me despierto. Estoy acostado boca arriba, y por eso puedo ver el techo y esas rayas que se mueven.
La luz proviene de un televisor encendido, allá lejos, a unos diez metros de mí. Tendrá el volumen bajo, porque no oigo nada. O tal vez me confunda, no parece un televisor sino una ventana. Puedo ver cortinas que se agitan, contra el fondo luminoso de un exterior que no distingo realmente.
Estoy en una habitación enorme, si la ventana queda tan lejos. No, lo que ocurre es que la ventana está en otra habitación. Ahora descubro esa puerta, un poco a la derecha de mis pies, y cuando vuelvo a ver el techo compruebo que estoy en un cuarto pequeño, con el espacio apenas necesario para la cama, mientras que al otro lado de la puerta hay un pasillo, y metros más allá otra puerta, y al otro lado aquella ventana.
Se oye ruido de aplausos, gente que vitorea. ¿De dónde viene? ¿De las paredes? Sí, tal vez, porque no son aplausos sino agua que corre, quizás llenando una bañera. Ahora el agua se corta de golpe, y por detrás se oye la lluvia, que también se interrumpe. Lluvia, o aplausos, no sé.
Alguien se mueve a mi izquierda, y giro la cabeza. Era una sombra, porque allí sólo hay una pared, a medio metro de la cama. Estiro el brazo para tocarla y no, no está tan cerca, las puntas de mis dedos rasguñan el aire. La pared brilla con otra luz, y ahora que miro a mi derecha descubro un velador encendido sobre una mesita, pero más que un velador parece una linterna, o tal vez dos linternas, una junto a la otra. En realidad, una sola, cuando consigo ajustar los ojos.
Me duele la cabeza. Aunque más que la cabeza es el cuello. Tampoco el cuello, el dolor proviene de mi espalda, y seguramente me sentiría mejor si me pusiera de costado. Pero todavía me cuesta moverme, recién me acabo de despertar y es difícil moverse en este auto que conduzco a toda velocidad por un camino con muchas curvas.
Otra vez me equivoco. Me habré dormido, y habré soñado fugazmente con ese auto y las curvas veloces. Hace dos años que no manejo, y de pronto no encuentro los pedales, o mejor dicho ignoro cuál es cuál, y aprieto el acelerador cuando quiero tocar el freno. Pero es que los pedales no existen, miro hacia abajo y el piso del auto está vacío. En tanto, la velocidad aumenta, y abro los ojos justo a tiempo para recordar las líneas de fantasía del techo, la linterna, la ventana al otro lado de dos puertas.
Tengo que mantenerme despierto. No sé qué hora es, y saberlo me ayudaría. Levanto la mano, giro músculos aquí y allá hasta que la linterna (¿el velador?) ilumina el reloj pulsera. Las siete. Menos mal, pienso, y enseguida: ¿por qué menos mal? ¿Qué temía?
Después de todo, que sean las siete no es una gran ayuda. Ignoro si son las siete de la mañana o las siete de la tarde. La luz de la ventana tampoco sirve demasiado, es grisácea, podría corresponder tanto al amanecer como a la caída del sol. Tengo que esperar un rato y ahí podré enterarme. ¿O no? Acaba de aparecer una cara en la ventana, ahora otra, y las cortinas ya no están ahí. Tal vez sea un televisor después de todo.
Me froto los ojos con ambas manos, fuertemente. Imágenes de un bosque se apuran a envolverme, pero lucho, no quiero soñar otra vez. La computadora dejó de funcionar, muevo el mouse y no pasa nada. Otra vez con problemas. Quisiera golpearme la cabeza en alguna parte, y me falta dónde: ahora recuerdo que no estoy frente a una computadora sino en esta cama, mirando el techo que apenas se distingue tras las líneas oscuras, mejor dicho las líneas claras sobre el fondo oscuro que se mueven cuando parpadeo.
Estoy en casa, por supuesto. A la izquierda del pasillo, donde no puedo ver, está la puerta del baño, y más allá la puerta de la cocina. Cómo pude olvidarlo. El televisor, porque sin duda es un televisor, está en el dormitorio para invitados.
Pero no, esto no es posible. Me mudé hace poco, y así era mi casa anterior. Ahora el baño queda a la derecha, y ese pasillo no está ahí, sino al otro lado de la cama.
¿De veras? No podría asegurarlo. Cierro los ojos otra vez. Alguien se mueve a mi izquierda, ahora estoy seguro, aunque allí sigue habiendo una pared vacía. Aprieto los ojos con más fuerza, tiro de la manta hasta que los pies me quedan al descubierto y siento la mordida del frío.
Quieto. Callado. Tenso. No me van a convencer de que mire, porque ahora sé que esto es el infierno.


 
LILIA LARDONE
 
 
"La señal"
 
Los insectos giran alrededor del candil. La llanura nocturna
es como un mar inmóvil. La noche se hace dueña del mundo y
hay veces que uno tiene que susurrar, decir algo. La llanura
se traga todo. Entonces uno susurra, como para
comprobar que vive.

Sylvia Iparraguirre
 
Al pasar la mano, siente la suavidad y al mismo tiempo la resistencia, como si su caricia encontrara un límite. Repite el movimiento, esta vez más lento; disfruta del contacto en sus detalles mínimos. A veces ' observa el cambio de color de la piel, las delicadas gradaciones que aparecen entre una zona y otra, ciertos resplandores que dependen de la luz. Cuando concentra sus sentidos en las yemas de los dedos, percibe la temperatura del cuerpo, los latidos, aquí y allá una vena periférica. Si encuentra el latido, mantiene firme la posición y deja que el golpe sistemático se traspase a su propio cuerpo, se haga uno con los canales por los que fluye su sangre.
Esos momentos no ocurren en la medida de su voluntad, no puede predecirlos, esperarlos, disfrutar de su preparación. No es él quien los dispone, tampoco su deseo, que a veces se le agolpa en las entrafías como animal al acecho. La señal, cuando aparece, lo sorprende. Pero se ha acostumbrado a dominar el sobresalto que le provoca, a reducirlo a un entrecerrar de párpados, igual que si surgiera una luz súbita. La señal es cierta mirada que ella le dirige desde sus pupilas estrechas, un brillo diferente que le está reservado. Él la reconoce y goza con la espera, ella estirándose hasta casi tocarlo, después acostándos lentalnente sobre el piso que él acaba de lavar y que conserva, en sus bordes rectangulares, la frescura del agua.
 
 
Lilia Lardone
 
 
"La señal"
 
Los insectos giran alrededor del candil. La llanura nocturna
es como un mar inmóvil. La noche se hace dueña del mundo y
hay veces que uno tiene que susurrar, decir algo. La llanura
se traga todo. Entonces uno susurra, como para
comprobar que vive.

Sylvia Iparraguirre
 
Al pasar la mano, siente la suavidad y al mismo tiempo la resistencia, como si su caricia encontrara un límite. Repite el movimiento, esta vez más lento; disfruta del contacto en sus detalles mínimos. A veces ' observa el cambio de color de la piel, las delicadas gradaciones que aparecen entre una zona y otra, ciertos resplandores que dependen de la luz. Cuando concentra sus sentidos en las yemas de los dedos, percibe la temperatura del cuerpo, los latidos, aquí y allá una vena periférica. Si encuentra el latido, mantiene firme la posición y deja que el golpe sistemático se traspase a su propio cuerpo, se haga uno con los canales por los que fluye su sangre.
Esos momentos no ocurren en la medida de su voluntad, no puede predecirlos, esperarlos, disfrutar de su preparación. No es él quien los dispone, tampoco su deseo, que a veces se le agolpa en las entrafías como animal al acecho. La señal, cuando aparece, lo sorprende. Pero se ha acostumbrado a dominar el sobresalto que le provoca, a reducirlo a un entrecerrar de párpados, igual que si surgiera una luz súbita. La señal es cierta mirada que ella le dirige desde sus pupilas estrechas, un brillo diferente que le está reservado. Él la reconoce y goza con la espera, ella estirándose hasta casi tocarlo, después acostándos lentalnente sobre el piso que él acaba de lavar y que conserva, en sus bordes rectangulares, la frescura del agua.
 
GRACIELA MONTES 
 
*                   El sapo le declara la guerra al tigre
 
Entre los animales se comenta que el sapo nunca se achica, que se le anima a cualquiera. Y por eso no es de extrañar que un día se haya atrevido a declararle una guerra al mismísimo tigre.
Fue un día como tantos, a orillas de un arroyo tucumano. El sapo estaba muy contento cazando langostas bien gordas cuando se acercó a beber el tigre, y medio que lo atropella.
El sapo se molestó bastante: ya estaba harto de que todos los grandotes se lo llevasen por delante.
Escuche, don. ¿No sabe pedir permiso? protestó, furioso porque por culpa del empujón
había perdido a la langosta más gorda.
¿Y a quién le iba a pedir permiso si aquí no hay nadie? se burló el tigre mirando hacia todas partes y haciendo como que no veía al sapito, furioso e hinchado, al borde del agua.
Estoy yo gritó el sapo guapeando . ¡Y ya es bastante!
¿Dónde? ¿Dónde? siguió burlándose el tigre . ¡Ah, sí, ahí está el pasto! ¿Así que ahora para caminar por el monte hay que pedirles permiso a los pastos? No sabía. Bueno, entonces... Permiso, pastitos, voy a pisarlos.
No se haga el gracioso y pida disculpas bufó el sapo.
Y ahí fue cuando el tigre se cansó de jugar y mostró la zarpa. Y rugió como sólo saben rugir los tigres cuando quieren asustar a un sapo.
¡Silencio, sapito, o te aplasto!
Un tigre con cara de malo es capaz de meterle miedo a cualquiera, ¡pero nunca al sapo!
Está bien dijo el sapo sin temblar ni un poquito , si quiere pelear... ¡le juego una guerra! Tráigase todos sus amigotes que yo lo espero aquí con los míos. Vamos a pelear, y a ver quién gana. Pero, eso sí, si el que gana soy yo usted me va a tener que decir: "Mil perdones, señor don sapo, lamento mucho haberlo atropellado".
Juá! ¿Cómo es eso? «Mil perdones, señor don sapo, lamento mucho haberlo atropellado" repitió el tigre en falsete . ¡Ay, qué lindo! ¿Me sale bien? A ver: "Mil perdones, señor don sapo..." Juá, juá, juá! Está bien, sapito, ¡te juego la guerra!
El tigre se alejó contento, muerto de risa: el monte ya no le parecía tan aburrido. ¡Por fin una juerga!
A la tardecita reunió a sus amigos, los uñudos y los dientudos: pumas, zorros, pecaríes, gatos monteses, toda gente brava y peleadora.
Les tengo preparada una fiestita les anunció . Prepárense porque mañana vamos a reventar sapos, ranas y escuerzos.
Y les explicó su pelea con el sapo.
Los matones se rieron a carcajadas mostrando sus filosas hileras de dientes.
Pero el sapo también hizo lo suyo y reunió, muy en secreto, un ejército especial. Nada de sapos,
ranas y escuerzos. Más bien fueron avispas, abejas, jejenes, mosquitos, mangangaes, toda gente petisa pero de cuidado.
Cuando los tuvo reunidos los arengó y les pidió ayuda.
Algunos tenían sus dudas porque un sapo no es la mejor compañía para un mosquito. Pero el sapo los convenció: les prometió que de entonces en más sólo iba a cazar langostas.
Cuando llegó la hora señalada para la guerra los mandó esconderse en las ramas de los algarrobos y se paró él solo junto a la orilla del arroyo.
¡Por acá, uñudos! ¡Por acá, dientudos! gritaba en desafío . ¡Los estamos esperando!
Y se fueron al trote los amigos del tigre, muertos de risa, preparados para despatarrar sapos.
¡Al ataque! gritó el sapo cuando los vio avanzar.
Y ahí fue la cosa! El aire se oscureció de pronto con una gran nube de bichos. A los uñudos y a los dientudos de poco les sirvieron sus uñas y sus dientes contra los aguijones que se les clavaban en los lomos, en las orejas, en los hocicos...
El sapo, entre tanto, dirigía el combate:
¡Por el flanco derecho! ¡Por el izquierdo! ¡Atención con la retaguardia!
Las orillas del arroyo se convirtieron en un verdadero campo de batalla. Los matones se revolcaban contra las matas de pasto, aullaban de dolor, se sacudían cuanto podían, pero no lograban zafarse de los picadores, que se les prendían que daba gusto.
El tigre era el que llevaba la peor parte, por supuesto; era el blanco preferido de todos los aguijones.
¡Basta! ¡Basta! ¡Me rindo! gritaba retorciéndose mientras trataba de espantarse con la zarpa una nubecita de avispas que le coronaba la cabeza.
¿Cómo dice? gritó el sapo . ¡Hable más fuerte!
¡Digo que me rindo! volvió a aullar el tigre.
¿Cómo dice? repitió el sapo haciéndose el que no oía.
Y el tigre recordó de pronto cuáles habían sido las condiciones de esa guerra. Sintió una nueva picadura, esta vez muy cerca del hocico, y no lo pensó dos veces:
- “Mil perdones, señor don sapo, lamento mucho haberlo atropellado” masculló mientras se zambullía en el agua para huir ahora de los jejenes, que se le habían ensañado con la cola.
Siendo así dijo el sapo , esta guerra se termina.
Y los picadores se fueron.
También se fueron los uñudos y los dientudos, no sin antes reprocharle al tigre la muy desgraciada aventura.
Y ese arroyo tucumano volvió a ser un arroyo solitario, con un tigre lleno de ronchas y un sapito tranquilo, que cazaba langostas gordas junto a la orilla. Sólo langostas, porque cumplió con la promesa.
 
 
Elisabet. ( Pág. 9 )
 
Celina Noemí Varela recuerda con toda precisión el día en que decidió que se llamaría Elísabet. Tenía once años, hacía calor y estaba de pie junto a la canilla. Incluso recuerda cómo estaba vestida: short floreado, remera blanca, ojotas, una cinta roja en la muñeca derecha y otra más en el tobillo, derecho también, porque la abuela, que por entonces tenía
influencia nada desdeñable sobre Elísabet (Elísabet piensa que en cierto modo no ha dejado nunca de tenerla), consideraba que, dadas las circunstancias especialmente desdichadas como consecuencia de la última y obligada mudanza , el rojo nunca era bastante. También recuerda muy bien el primer día en que dijo llamarse Elísabet, que fue seis años más tarde. Ese día no estaba de short, remera y ojotas, sino con zapatillas, buzo azul y pantalones negros. Negros, largos y de franela, con lo que se deduce que hacía frío.
Elísabet piensa a menudo en ese día, y siempre que piensa en ese día le llama la atención el hecho de que el atuendo hubiese sido ése justamente. Es decir que lo que la sorprende es la contradicción entre el haberse animado a dar ese primer paso y el tener puestos unos pantalones para ella tan odiosos. (...)
 
 
Venancio vuela bajito
 
No es cierto que los perros no vuelen.
Lo que pasa es que les gusta volar bajito. En mi barrio, por ejemplo, tenemos un perro que sabe volar; se llama Venancio.
El que le enseñó a volar a Venancio fue don Fito, que tiene muchísima paciencia.
En realidad, primero le enseñó a saltar.
Estuvo meses y meses enseñándole a saltar.
-¡Hop, Venancio! -decía don Fito levantando un dedo.
Y Venancio saltaba. Saltaba cada vez más y más alto: del suelo hasta una silla, después del suelo hasta la mesa y por fin del suelo hasta el techo de la heladera.
A Venancio le gustó eso de andar por los aires.
Tanto le gustó que una mañana, sin esperar siquiera a que don Fito le dijera "¡Hop, Venancio!", se trepó de un solo salto al techo de la casa. ¡Quería ver la salida del, sol desde ahí arriba!
Don Fito estaba muy orgulloso de Venancio. A don Fito, Venancio le parecía un perro muy inteligente.
-Te voy a enseñar a volar -le decía. -¡Hop, Venancio! -decía con el dedo en alto, y lo mandaba de un brinco al techo. Después, sin que Venancio se diese cuenta, se iba en puntas de pie a la casa de doña Enriqueta, que vive justo enfrente, se subía a la terraza y le gritaba: -¡Acá, Venancio!
¡Y Venancio saltaba del techo de don Fito a la terraza de doña Enriqueta! Era un salto verdaderamente extraordinario.
Lo mas difícil de todo fue enseñarle a dar media vuelta en el aire.
Pero ya dije que don Fito es un hombre lleno de paciencia.
-¡Hop, Venancio! -lo mandaba de vuelta al techo. Pero, antes de que Venancio pusiese una sola pata en las tejas, le gritaba de repente: - ¡Acá, Venancio!
Entonces Venancio, que siempre fue un perro muy obediente, se daba media vuelta en el aire y volvía. Era una prueba dificilisima.
Al principio Venancio perdia el equilibrio y rodaba por la vereda como una maceta. Pero con el tiempo aprendió a aterrizar mucho mejor.
Don Fito estaba cada día más orgulloso de su perro. -¡Ya estas por aprender a volar, Venancio! -le decía palmeándole la cabeza.
Y Venancio decía "arf arf" y movía la cola. Por fin un día lo mandó volando a la carnicenía, que queda a dos cuadras.
-¡Hop a lo de Gorosito, Venancio! -le gritó (Gorosito es nuestro carnicero).
¡Y Venancio voló las dos cuadras!
(un poco porque era tan obediente y otro poco porque Gorosito siempre le regalaba algún hueso).
Y así fue como Venancio aprendió a volar. Al principio a todo el mundo le pareció lindo eso de que hubiese un perro volando por el barrio. Pero enseguida empezaron las quejas. Porque la verdad es que Venancio no volaba como una mariposa. Ni como un pajarito.
Más bien volaba como un almohadón desesperado.
Para empezar, era gordo.
Para seguir volaba muy rápido
Y, para terminar, le gustaba volar bajito.
Como era gordo y vololaba tan rápido y tan bajito
provocaba muchísimos accidentes.
Un día le arrancó el casco a un policía al cruzar la avenida y don Fito tuvo que pagar una multa.
Un sábado a la noche se chocó con la cabeza de Martinita Perez, justo cuando Martinita Perez salía de su casa vertida de novia. y toda llena de flores, para casarse con Tito Nicoletti.
Otro día se metió sin querer por la ventana del profesor Gutierrez, que estaba abierta, y se cayó encima del pastel de papas.
Pero lo peor fue el lío de la cancha. Venencio pasó volando por el campo justo en el momento en que la pelota estaba por entrar en el arco, y la pelota, en lugar de hacer gol, fue a parar a la tribuna, junto con Venancio. Los que se habían perdido el gol se pusieron furiosos y empezaron a gritarles y patearlos y a morderles las orejas a los que se habían salvado del gol.
Los que se habían salvado del gol se defendían lo mejor que podían.
-La culpa no es nuestra -decían mientras se tapaban con las dos manos las orejas-, la culpa la tiene el perro.
El barrio entero se enojó con Venancio y con don Fito, el dueño de Venancio.
-Los perros voladores son muy molestos -decían.
-¡Son peores que las moscas!
Y los chicos se ponían a saltar en la vereda y gritaban:
-¡Que-no-vuele! ¡Que-no-vuele!
Desde ese día Venancio ya no vuela tanto por el barrio.
Pero igual se sigue entrenando.
Don Fito se levanta bien temprano todas las mañanas y lo lleva a revolotear un rato por la Costanera.
-Tenés que aprender a volar más alto, Venancio -le explica. Pero no hay caso. A Venancio le gusta volar bajito. Dice "arf arf" y le da vueltas y más vueltas a don Fito alrededor de la cabeza.



SILVIA SCHUJER
 
 
*                   El monumento encantado. Buenos Aires, Sudamericana. (Pan Flauta).
 
 
 
La cámara oculta
 
La dirección que figuraba en los diarios correspondía a la entrada de una sala de espectáculos a la que esa mañana, desde mucho antes de que dieran las nueve, resultó imposible acercarse. La sólida cadena humana que nacía en la puerta cerrada del teatro y -por estricto orden de llegada- prometía rodear la manzana era rigurosamente defendida por sus integrantes como si en la ventaja de ser los primeros residiera una parte de la conquista, una mayor proximidad con el botín.
Vista desde afuera, quizás desde lejos, la ambición de formar parte de algo que parecía oculto en el interior de aquel teatro impresionaba como el único elemento común de esa hilera. Su variedad de ejemplares, en cambio, de vestimentas, edades, pelajes, equipamientos y estilos reformulaba el misterio: ¿detrás de qué promesa terrenal podrían marchar juntos ese joven practicando el oboe con el pantalón tres veces roto en la rodilla y una mujer cargando sobre su cara maquillaje en cantidad suficiente como para revocar una pared? ¿Qué destino común podrían estar persiguiendo ese viejo rebuscado con las uñas pintadas de verde y la criatura de cinco, tal vez seis años que tironeaba la pollera de su madre -tal vez tía o abuela- y reclamaba ayuda para aliviar el dolor de sus piernas exasperadas de aburrimiento y cansancio?
Los hablan citado a las nueve y allí estaban. Desde antes, mucho antes. La convocatoria habla sido para todos a la misma hora y en el mismo sitio: para chicos desde cinco años y actores en general. Para estudiantes de arte escénico y escenógrafos. Para intérpretes de cualquier instrumento, cantantes y bailarines.
A las once se abrieron las puertas del teatro y asomaron tres mujeres. Eran muy jóvenes, usaban jeans y unas remeras blancas con palabras en inglés. "The sound of music", decían. Lo mismo que podía leerse en el frente de unos gorros con visera que las promotoras también exhibían, en franca identificación con la empresa norteamericana que acababa de contratarlas.
Congeladas en una sonrisa, escondidas cada una en la inmovilidad de ese gesto que las volvería imperturbables a la hora de enfrentar cualquier reclamo, lo primero que hicieron las tres chicas al salir del teatro fue detectar a los bailarines diseminados en la cola y repartirles papeles: por un lado, un número y una ficha de inscripción; por otro, una serie de instrucciones para que se presentaran al casting, pero la semana siguiente.
Después continuaron por los cantantes a los que también repartieron lo suyo e invitaron a retirarse hasta el día previsto para ellos. Lo mismo hicieron con los músicos y los actores. Los estudiantes y los escenógrafos. Dejaron para el final a los chicos y les sirvieron un lunch. Les entregaron un número y una ficha para que completaran en ese mismo instante (rosa para las mujeres, celeste para los varones) y les informaron que en no más de una hora comenzarla la prueba.
A punto de cumplirse el plazo llamaron a los primeros veinte postulantes y -separados de los adultos, a quienes replegaron en un pasillo- los condujeron a la sala principal del teatro. Allí los esperaba un experto animador de actividades infantiles al que la producción habla contratado especialmente para ayudar a los menores en el trance. Fue él quien los animó a subir al escenario y los acomodó según edad y estatura. Fue él quien los instó a que bailaran despreocupados y sueltos, al compás de los distintos ritmos que escucharan y sin prestar atención a las caras de esas personas que -entre afables y extrañas los estarían evaluando desde la platea.
Fue él quien acompañó a los primeros descalificados a que se reencontraran con sus familiares y él mismo quien después alentó a cada uno de los que habían superado la instancia del baile para . que se presentaran con alguna canción, imitación o recitado otra vez ante sus jueces.
La primera etapa de la selección terminó a las nueve de la noche cuando, de veinte en veinte, los ochocientos chicos de cinco a diecisiete años que se hablan presentado al casting tuvieron su oportunidad de probarse.
El resultado de esa jornada arrojó un total de ciento setenta y dos preseleccionados, ochenta de ellos mujeres, entre las cuales estaba Tamara Romina Luna: ojos grandes, marrones, siete años, buen ritmo. Ella, al igual que los otros, tendría que volver la semana siguiente con un breve libreto estudiado y la renovada esperanza de ser elegida para integrar un elenco. Pero no cualquier elenco -repetiría su madre mientras la ilusión no se hubiera desvanecido- el elenco de una superproducción. El de una gran comedia musical basada en una vieja película: La novicia rebelde.
Ahora, a casi seis años de ese día ya disuelto, Tamara termina una carta y la mete en un sobre. Es de noche. Corta por el medio una foto y distribuye las dos partes de acuerdo con su plan. Guarda el sobre en su mochila y se cerciora del resto: agrega el celular apagado de su padre y elige la ropa que se va a poner a la mañana. Se acuesta.
 
 
 
 
El monumento encantado
 
Era verano.
Cuando llegaron a la plaza las máximas autoridades con una corona de flores para rendir homenaje “al luchador incansable", se encontraron con que el monumento ya estaba así: encantado (encantado de estar como estaba).
-¡Oh no! -dijo el primero de la comitiva señalando el monumento con su dedo índice. Y con mirada inteligente y febril ensayó esta importante declaración: "¡Qué barbaridad!".
Los ojos de sus acompañantes apuntaron hacia el lugar señalado por el dedo, y las bocas se abrieron sorprendidas al comprobar que: de la punta de la espada del luchador incansable colgaba un toallón, a lunares; su cabeza estaba coronada por un sombrero de paja; las orejas, tapadas por los auriculares de un walkman; y su mano de agarrar la rienda sostenía también un tubo de bronceador.
Al observar además que: las patas delanteras del caballo (del caballo del monumento al luchador incansable) tenían ojotas en vez de herraduras y en el lugar de la montura, un flotador.
Horrorizadas, las máximas autoridades depositaron la corona donde estaba previsto. Pero decidieron de inmediato tomar cartas en el asunto (cartas de truco).
Primero, entonaron el himno. Enojadísimos.
Después, uno leyó un discurso. Aburridísimo.
Y por último, llamaron al guardián de la plaza para que diera explicaciones y el muy bribón se fue al mazo.
En menos de una hora las cámaras de televisión se hicieron presentes en el lugar de los hechos y empezaron a registrar estas imágenes:
1) alrededor del monumento encantado (encantado de conocerlos y de salir en televisión) se hacía un cordón de policías y bomberos que impedían el acceso al luchador incansable montado sobre su caballo;
2) las hamacas, toboganes y trapecios de la plaza estaban totalmente vacíos mientras que chicos y grandes se amontonaban a ver;
3) conforme se acercaba el mediodía, el calor empezaba a volverse insoportable y la fuente del parque apenas tiraba agua para mojar las cabezas de los más chiquitos.
Fue entonces cuando las máximas autoridades decidieron retirarse. Porque, dijo un representante, "más vale huir derrotados pero con la corbata puesta, que frescos pero en musculosa".
Y fue a partir de ese momento que las horas empezaron a transcurrir sin mayores novedades.
Los periodistas y camarógrafos se tiraron a esperar los acontecimientos en el pasto.
Los curiosos se acomodaron arriba y abajo de los árboles.
El guardián de la plaza se fue a dormir.
Y los policías del cordón, de uno en uno, empezaron a abanicarse con las gorras.
Hasta que llegó el turno de los bomberos.
Conocedores del fuego como sólo ellos lo eran, sintieron que sus mejillas ardían y respondieron a la alarma.
Desenrollaron las mangueras de las autobombas. Estiraron las escaleras todo lo que fue posible. Subieron con las mangueras hasta lo más alto y apuntaron con valor hacia el cielo, dispuestos a apagar el sol.
Un diluvio de agua fresca empezó a caer sobre la plaza inundando la calesita, llenando los baldes, dejando la arena lisa y lista para hacer castillos, provocando una catarata desde el tobogán y salpicando al monumento encantado (encantado de pegarse semejante baño).
Ahí fue cuando las cámaras de televisión volvieron a encenderse y registraron las siguientes imágenes:
1) los bomberos cumpliendo con el deber;
2) los policías llenando sus gorras con agua;
3) los curiosos practicando nataci0n en los charcos;
4) el guardián de la plaza rascándose la cabeza,
5) el luchador incansable riéndose a carcajadas a punto de resbalarse del caballo.
Las cosas siguieron así un buen rato. Hasta que se hizo de noche y, muertos de cansancio, cada cual volvió a su casa.
La plaza quedó hecha un desierto. Completamente vacía.
Vacía y oscura porque las máximas autoridades decidieron no encender los farolitos en señal de castigo por el jolgorio.
El monumento encantado (encantado de que las luces estuvieran apagadas para que no se llenara de bichos) se aflojó un poco de tantas tensiones.
Dio una palmadita a su caballo, le desató el rodete que tenía en la cola y cerró los ojos para dormir. Y es que, aunque cueste creerlo, hasta el luchador más incansable cada tanto necesita vacaciones.

ANA MARÍA SHUA
 
Para escuchar:
 
*                   Botánica del caos. Buenos Aires, Sudamericana, 2000
 
Amores entre guardián y casuarina (Pág. 11)
 
Plaza pública. guardián enamorado de casuarina (secretamente, incluso para sí mismo). Recorte del presupuesto municipal. Guardián trasladado a tareas de oficina. Casuarina languidece. Guardián languidece. Patéticos encuentros nocturnos. Con el correr de los días, casuarina transformada en palo borracho. Murmuraciones en el barrio. Una noche, trágico parto prematuro: vástago discretamente enterrado. Previsible crecimiento in situ de una planta desclasada y rebelde que se niega a permanecer atada a sus raíces pero tampoco quiere estudiar y bebe desordenadamente cerveza sentada en el cordón de la vereda.
*                   La peste de los recuerdos (Pág. 61)
 
Los que recuerdan quedan ensimismados, silenciosas las roldanas de los aljibes, endureciéndose la masa levada en las artesas. Los pájaros devoran los granos de trigo demasiado maduro y hasta los bebés se olvidan de llorar, recordando la oscuridad del vientre de su madre, el pezón en los labios.
Nada se logra hablándoles de los placeres de la vida, pero a veces es posible persuadirlos de la necesidad de atesorar nuevos recuerdos.
Entonces se ponen en movimiento lentamente y de a poco (los jóvenes primero, los muy viejos nunca más) comienzan otra vez a vivir sólo para darle gusto a la memoria, como todos los hombres.
 
 
*                   Mirando enfermedades (Pág. 63)
 
En el Diccionario de Agronomía y Veterinaria había ilustraciones y muchas fotos. Una extraña tumoración nudosa deformaba la articulación de una rama.
¿Esto qué es? preguntaba yo, la niña.
Es una enfermedad de los árboles me decía papá.
¿Esto qué es? preguntaba yo, señalando, en la foto, el sexo de un toro.
Es una enfermedad de las vacas me decía papá.
Era lindo mirar enfermedades con mi papá. Como sabía que me estaba mintiendo, observaba con asombro y regocijo los desmesurados genitales que crecían deformes en los árboles machos.
 
*                   El arte de la lipoescultura (Pág. 81)
 
 
Se extrae para, embellecerla, la grasa cálida y temblorosa del cuerpo de una mujer. Se la deja caer en un molde hueco, cuya forma adopta. Al enfriarse se endurece y toma ese color amarillento que le da su aspecto característico a las lipoesculturas que adornan la biblioteca del doctor.
 
 
*                   En el mar de Al-Kerker (Pág 128)
 
No lejos de aquí, en las orillas del mar de Al-Kerker, vive un pueblo del linaje de Noh (sobre él sea la paz), pues el diluvio no llegó hasta allí y desde entonces esa gente vive aislada de todos los hijos de Adán. Ellos se hicieron cargo de los niños pequeños que la mano del Señor protegió cuando la destrucción de Sodoma. Viven tan sin pecado que apenas pueden considerarse humanos, pero ellos lo ignoran, porque si lo supieran caerían en el pecado de soberbia. No te llevé conmigo porque no te gustarían, los encontrarías un poco tontos, alelados, se mueven lentamente, por eso tardé tanto, no te enojes así, sus mujeres no son capaces de lujuria, tranquila por favor, es mejor que lo dejes sobre la mesa, así, muy bien, se reproducen con dificultad, te lo aseguro, por pura obligación mi amor, vamos a casa.
 
 
*                   Encuentro clandestino (Pág. 141)
 
Es un bar o quizás un restorán. Algunas mesas tienen manteles blancos con servilletas en forma de acordeón, otras están desnudas.
Quiero un tostado de queso.
De jamón y queso, como todos me corrige él.
A pesar de su cabeza de camello estoy segura de que hemos sido amantes. Me gustan los ojos
profundos y tristes. En cambio el pelo corto y áspero, amarillento, me confunde un poco.
No insisto, con imprudencia . De queso solo.
Él sacude sus belfos, indignado, acalorado.
Debería regresar al desierto me dice de mal humor.
Entonces me pongo a llorar porque sé que todo ha terminado, que no volveremos a vernos hasta el próximo oasis, un poco por culpa de mí terquedad y otro poco porque la vida nos separa.
 
 
*                   La ardilla verosimil (Pág.156)
 
 
Un hombre es amigo de una ardilla que vive en el jardín de un conocido financista. Trepando de un salto al alféizar de la ventana, la ardilla escucha conversaciones claves acerca de las oscilaciones de la Bolsa de Valores. Usted no se sorprenderá en absoluto si le cuento que le amigo de la ardilla se eriquece rapidamente con sus inversiones.
Pero yo sí estoy sorprendida. No dejo de preguntarme por qué usted está dispuesto a creer sin un instante de duda, que una ardilla pueda entender conversaciones claves acerca de las oscilaciones de la Bolsa.
 
 
*                   El que acecha (Pág. 167)
 
Mi espada hiende el aire. La herida se cuaja de goterones sangrientos. ¿ He acertado por fin en el cuerpo del que acecha, enorme, del otro lado de la realidad? ¿ Es la música de su muerte este vago rugido estertoroso, esta respiración gigante ? ¿ O es el aire mismo el que, partido en dos, agoniza ?
Asoma por el tajo la hoja de otra duda, de otra espada.
 
 
*                   En la silla de ruedas (Pág. 168)
 
Tía Petra se finge paralítica para vivir en su silla de ruedas, tapada con una manta escocesa que oculta sus patas de cabra, su cola de pez, su mitad serpiente. Los sobrinos le quitamos la manta mientras dormía y vimos las dos piernas de niño, pequeñas y delgadas, que siempre se pone para dormir.
 
 
*                   Tabú cultural (Pág. 188)
 
A causa de algún tabú cultural que aún no comprendemos, los nativos no quieren aceptar la colaboración de nuestros científicos para averiguar por qué se malogra, una y otra vez, la cosecha de humanos en esos campos sembrados que llaman cementerios. ¡ Cuando sería tan sencillo lograr que fructifique !
 
 
*                   El arte de la cabullería (Pág. 197)
 
Un viejo marinero eseña el arte de la cabullería. El precio de sus enseñanzas depende de las pretenciones de los alumnos. Las primeras lecciones son económicas y se aprende a destrenzar toda clase de nudos. Quien desee aprender a reconstruirlos deberá abonar un honorario mucho mayor, en moneda extranjera (hay quien afirma, incluso, que ya no se trata de dinero). Entre tanto, como icebergs desprendidos de la costa, grandes trozos de realidad flotan a la deriva.
 
 
*                   El arte de las transformaciones (Pág. 201)
 
Creí dominar el arte de las transformaciones, pero no era más que un aprendiz de brujo. Un pequeño error, un gesto equivocado en el momento del conjuro y heme aquí cuesta abajo en la rodada, hoy pato, mañana cucharita, montaña, arveja, premolar o polvo edulcorante. Y ahora, precisamente ahora, cuando por fin he logrado controlar tanta locura, reducirla a la ínfima sutileza de un cambio de opinión, ahora es cuando se quejan, absurdos, mis votantes.
 
 
PERLA SUEZ
 Complot. Buenos Aires, Grupo Editorial Norma, 2004.
Complot (fragmento).
 
24 de mayo de 1932
Cuando Mora ensilla el caballo, escucha que su abuela le dice,
Vaya mi niña. No se demore. Ya hablé con su tía Luisa. Busque su ropa.
La niña ata la cinta blanca con la que anuda el final de la trenza oscura, monta y se va.
Cruza el bañado. El agua salta al paso de los cascos del animal. Mora mira hacia atrás y ve a la abuela que va haciéndose pequeña hasta que se desvanece en el aire.
La estancia de los Edels está a quince kilómetros de Colón.
La niña avanza al galope y se interna por el camino de tierra. Ha llovido y hay barro y agua en la banquina; Mora va por la huella donde la tierra está menos blanda. Piensa que su padre, jordán, está en Pago Largo, y eso, no sabe por qué, la alegra. Apura el paso del caballo. Decide cortar camino, cruza cerca de Pueblo Liebig, y desvía hacía el río. Atraviesa el Maldonado; la crecida del arroyo viene con furia. El caballo corcovea. Ella le tira de la brida, y el animal se arroja al agua y nada. Mora se aferra a las crines del caballo hasta alcanzar la otra orilla. Después, se hace cargo de las riendas y otra vez galopa a campo traviesa.

Oye el silbido ronco de una locomotora que se acerca. La tierra vibra. El cielo se pone negro de humo. Mora llega al paso a nivel: la barrera está baja. La niña tira de las riendas y el caballo se clava en el suelo y espera. La locomotora avanza con lentitud y después se detiene en el cruce. Expulsa ascuas y cenizas de la caldera y se aleja.
Mora tiene hambre. El pelo cae sobre los ojos y ella lo sopla para apartarlo. Cuando las barreras se levantan, cruza las vías, y niña y caballo se hunden en la llanura rasa sin una curva. Espolea al caballo, unas leguas más y va a estar en La Lucera, piensa.
El olor rancio de la cremería de los Yussim impregna el aire. El viento, caliente y pegajoso, empieza a soplar.
Al llegar a la estancia, Mora cruza la tranquera y avanza entre los naranjales, luego entre los eucaliptos y se detiene frente a la casa de Eli. Le extraña que no estén allí los perros. Tampoco está la voituré del patrón. Ella se baja del caballo, camina hasta el umbral, y llama a la puerta. Nadie contesta. Los cerdos gruñen en el. chiquero. Mora escucha el ruido que hace el molino de agua. La casa está vacía; la niña decide esperar a Eli.
Camina. Va hasta el fondo. Las sábanas tendidas en la soga se mueven con el viento. Las gallinas duermen a la sombra. Mora se sienta en el tronco de un árbol caído y se queda mirando las hormigas que entran al hormiguero. Saca del bolsillo un pedazo de pan y empieza a comer con avidez. Después, va hasta el estanque y allí hunde el vaso plegable que trae con ella. Los peces rojos se alborotan con el rumor del agua. Algo en las entrañas de Mora se mueve y nada. Ella calma la sed y luego cierra el vaso, lo tapa y lo guarda en el bolsillo de su larga camisa de lana. De pronto, escucha un disparo que viene del galpón. El caballo se inquieta. La niña se sobresalta. Cuando levanta la vista ve a un hombre que sale corriendo del galpón. Lo reconoce: es su padre. Ella lo mira fijamente hasta que Albardán se pierde detrás del maizal, y entonces se pregunta por qué su padre le dijo que el inglés lo mandó a tropear vacas a Pago Largo. Mora entra en el galpón. El suelo es de tierra apisonada y hay una mesa y sobre la mesa un fuentón vacío. La niña avanza, titubeante. Otra vez cruje la puerta. Sus ojos van desde las palas de labranza hasta la secadora de grano. Unos tábanos zumban a su alrededor. Mora ve al viejo sentado de espaldas en la silla del arado de reja. Tiene puesta la camisa de franela que lleva siempre, piensa. Se acerca: el viejo tiene la nuca lustrosa, la cara grasienta, la boca 15 abierta. La niña ahoga un grito cuando lo ve de cerca y se da cuenta de que ese hombre es el patrón, el padre de Eli, y que tiene una herida de bala en el pecho, y que está muerto.
Tobe, el perro de caza, gime echado junto a su amo.
Ella se queda mirando a ese hombre. Ahora no hay furia ni en sus ojos ni en sus manos.
Cuando recupera el aliento, corre, monta, y cuando huye recuerda a su padre en la casa de los Edels, cuando ella les sirvió el té al inglés y a Elsa Kessler. Escucha el paso de un caballo que se acerca. Es el comisario de Colón, que le pregunta de dónde viene. Es una pregunta amable. Mora, los ojos bajos, se pasa la lengua por los labios y dice que ha estado juntando hinojo. Él, con la voz imperiosa, le dice que vuelva a su casa.
La casa de la niña queda en el casco de La Lucera.
Al llegar va a su pieza, se recuesta en la cama y piensa en ese viejo que ahora está muerto; y se acuerda de cuando quiso decir a tía Luisa lo que le estaba ocurriendo, pero no pudo, y en cambio le dijo que no le gustaba el patrón, que era un hijo de puta porque castigaba a Eli. Y tía Luisa la mandó callar.
Su padre, sentado en la silla de paja junto al brasero de hierro, le pregunta,
¿Qué quiere comer mi niña?
No tengo hambre, dice Mora.
Se levanta de la cama, camina con lentitud y sale. Jordán le pregunta adónde va. Ella dice que va a buscar agua al pozo.
Ve correr el agua por la cuneta, corta unas calas y, luego, cruza la alambrada y se interna en el descampado.
Cuando vuelve a la estancia oye el ruido de la voituré del padre de Eli que viene con la capota desplegada. La niña ve a Elsa Kessler al volante, hermosa y fría. El chal ambarino flamea en su cuello; Eli la saluda con la mano y sonríe.
 

MANUEL LOPEZ TEJADA
 
Para escuchar:
 
*                   El devorador anónimo. Buenos Aires, Sudamericana.

Capítulo 1
 
Soy un fantasma gordo. Mi panza traza un amplio semicírculo y se derrama en una serie de chichas colgantes en la zona del vientre. La grasa que recubre mi osamenta me obliga a respirar con agitación y a sudar copiosamente, incluso en invierno. No llevo una capucha blanca como los espectros tradicionales, sino mi último traje azul. Pero estoy tan muerto como ellos, soy invisible y puedo atravesar paredes.
Lo que pasó conmigo no está claro. Después de mi entierro nadie vino a darme explicaciones. Pero me levanté de la tumba en la madrugada con un hambre feroz y fue necesario entrar en una casa de ricos, abrir la heladera y arrasar con todo. Desde entonces, ese es mi modus operandi. Calmo la ansiedad a costa de los poderosos, pero no por mucho tiempo. El equilibrio es efímero.
Por otra parte, ignoro las consecuencias de estos asaltos nocturnos. Quizás al día siguiente la señora de la casa le eche la culpa de mi banquete a la empleada doméstica o se empiece a temer la existencia de un devorador anónimo. Sin embargo, estoy muy lejos de tales contingencias. No voy a ir a la cárcel, ni soy libre para obrar de otra forma. Tampoco tengo necesidades fisiológicas. Todo lo que como lo asimilo, lo cual me produce la sensación de estar cada vez más entrado en carnes. Pero no se lo atribuyo a una mala función de la tiroides. Esa es una excusa de gordos.
En definitiva, poco ha cambiado para mí luego de la muerte. Debo procurarme el sustento y padecer ciertas dificultades de la obesidad, lo cual me resulta paradójico. Es como si el castigo merecido fuera no descansar de mi otra vida.
En los últimos tiempos me he quejado bastante de esta suerte. Aun cuando mis desplazamientos son ilimitados, los realizo como si cada articulación fuera una bisagra herrumbrada. Sin embargo, no sé qué haría sin la gordura. Los sacrificios que le dedico, cuya dignidad me emociona, se perderían en un cuerpo de pájaro.
Además, cómo llenaría el tiempo sin comida. Tal vez me iría al otro extremo. Me volvería el fantasma de un monje oriental o de un fakir, aunque me parece menos agradable, menos místico. Pero nunca podría ser un flaco porque sí. Esos individuos son patéticos, sobre todo los saludables. Cometen mil excesos y pesan como un colibrí. Se sienten dotados por la naturaleza y hasta afines con nuestro espíritu goloso, pero son una manada de híbridos, pura apariencia.
La labor manducatoria es un fin en sí mismo. Yo jamás me jacté de gordo, ni levanté un altar en honor a las viandas. Tampoco me interesaba el arte culinario como vocación o lucimiento personal. Sabía cocinar cualquier cosa y punto. Nunca me las di de exquisito para disfrazar la ansiedad.
Además era consciente de que no gustaba a muchas personas, de que una moda se ensañaba contra los excedidos de peso. De todos modos, eso no me preocupaba. Asumía mis carnes desbarrancadas sin remordimiento. No era resentido ni soñaba con hacer régimen. No hay nada más antiestético que esos gordos adelgazados de las propagandas. Se nota que ya no son ellos mismos y que han perdido la alegría. Sin embargo, en consonancia con su esfuerzo fingen sonreír a una vida paradisíaca.


ESTEBAN VALENTINO
 
*                   Antologías (inédito)
 
*                   Antologías (inédito)
 
 
 
Una piedra y una risa

Yo miraba al viejo Candelmo como para descubrirle la mentira pero no había caso. En esos Ojos de viejo yo le veía los años acumulados en las arrugas, el cansancio de tantas cosas que habrían visto y encima le veía la verdad. Pero de mentira ni pío. Así que dejé de investigarlo y me senté a creerle. Y para empezar le pregunté.
Viejo, ¿fue verdad eso que le contó al la semana pasada?
Porque él algo me dijo pero la verdad yo mucha bolilla no le dí. No sé. Me
sonó a verso, vio. A medio imposible.
El viejo me miró sin rabia, sin importarle que un enano de doce años pusiera en duda su propia vida. Se ve que ya estaba algo acostumbrado a que los demás lo vieran raro, como más contador de cuentos que narrador de cosas verdaderas. Pero bueno, estaba con la historia del viejo Candelmo. Decía que me miró como siempre y me dijo.
Pero no sé dónde está lo raro. Le hice tina promesa a las nubes. Ellas me iban a cumplir. Seguro. Y bueh, me largué nomás.
Como yo no entendía ni medio le pedí que me contara todo desde el principio. El viejo Candelmo le pegó una buena chupada al mate amargo que se estaba cebando y empezó. Y no paró hasta el final.
El doctor salió de revisarla a mi Inés, mi nenita menor, y ya por la cara supe que el asunto no venía bien. No hizo falta que me hablara en palabras difíciles para que yo entendiera que si no había un milagro mi nena nos iba a dejar. Cuando el doctor se fue me quedé un rato mirando al cielo. Usted no sabe mucho de esto porque es de Buenos Aires y está aquí de vacaciones y además es muy chico pero aquí en Jujuy el cielo es más bien hablador. Uno puede conversar mejor con las nubes cuando alrededor hay tanto silencio. Y las nubes me dijeron; Candelmo, si el doctor quiere un milagro, ¿por qué no se lo das? Y me dije yo que las nubes tenían razón. Así que me fui hasta el ombú ese enorme que tengo allí nomás de la casa y les hablé a las nubes. A ellas le hablé con el corazón para pedirle por mi nena y les dije que para que volviéramos a oír su risa por la casa me iba a ir hasta la piedra más sureña de nuestro país a tocarla. Pero no en micro. Caminando me iba a ir. Aunque tardara un año me iba a ir. Así que a la madrugada guardé algunas ropas en un bolsito. Le di un beso a mi esposa que no se enojó porque sabía de mi intención de tocar aquella piedra tan fría que estaría por lo sureña ¿no?. Y me fui. A Inés no quise verla. Nomás me fui.
El vielo Candelmo paró un poquito como para tomar aire y recordar mejor como seguía todo. A esa altura yo ya no tenía dudas y lo único que quería era que siguiera contando. El viejo tomó otro mate y volvió a lo suyo.
Yo no sabía nada de rutas o viajes porque nunca había salido de aquí, de mi pueblo. Pero sabía que pegándole siempre para, el sur algún día me iba a encontrar con la piedra que tenía que tocar para que Inés pudiera reírse de nuevo. Así que me puse el bolsito al hombro y empecé a caminar. Llegué a Salta, después a Tucumán. Comía lo que podía. A veces hacía algún trabajito como para ganarme uns pesos y tener para comprar algún sánguche, algún queso y volvía a darle. Para el sur, siempre para el sur. Buscando aquella piedra. Cuando llegué a Córdoba me encontré con un hombre que me supo escuchar. Y me dijo que había hecho bien, que si una risa era tan importante como para hacer semejante caminata debía ser porque la risa valía la vena. Yo le aseguré que sí, que era como una cascadita y que sin esa cascadita yo no podría respirar. Era un hombre muy pobre pero igual trajo unos salamines que tenía él secándose y me los dio para que comiera en el camino. En La Pampa ya llevaba tres meses de caminata. Tiré mis zapatillas que ya no daban más y me puse el otro par que había puesto en el bolsito. La gente de la Patagonia es más callada que nosotros. Por el frío ¿vio?. Muy acostumbrada a encerrarse en sus casas y al final hablan poco porque hablar es una forma de salir afuera. Pero sí saben escuchar. Y eso es importante. Cuando sabían de Inés me hacían guisos de cordero que por allá hay mucho y a veces hasta guiso de guanaco que es un poco dulzón pero rico. En Chubut me quedé unos días esquilando ovejas en una estancia y seguí para el sur. Por la piedra ¿Vio? O por la risa, quién sabe.
Yo mucho de geografía no sabia pero sí conocía lo suficiente como para saber que la historia se acercaba, como el viejo, al final. Otro mate. Y otra vez a la ruta.
Santa Cruz es casi como un país. Así de grande me pareció. No se terminaba nunca. Por fin llegué al agua. Había que cruzar para ir a Tierra del Fuego. El dueño de un barco me creyó y se ofreció a cruzarme a y cambio de mi trabajo. Le dije que sí porque hacía como seis meses que me había ido y quien sabe si una risa en peligro dura tanto. Cosa rara. Tanta gente que me encontré y casi todos me creyeron. Nadie me pensó con la mentira. Será que cuando uno habla pensando en una risa chiquita que necesita ayuda no deja la duda en los otros ¿no?. Crucé en barco y en Tierra del Fuego hice lo mismo que siempre. Al sur, siempre al sur. Un par de semanas más tarde empecé a preguntar porque me sentía cerca de la piedra. Y un arriero de por allá me dijo que durmieramos esa noche junto a su rebaño que al otro día me llevaría hasta la piedra, que era grande y que estaba también cerca de otra agua. Nos despertamos temprano y a eso del mediodía vimos la piedra. No necesité que el hombre me dijera nada. Yo sabía que esa era la roca. Me acerqué despacito, con respeto claro. Me paré delante de ella y así le hablé: Piedra, le dije, crucé el país para tocarte, para que una risa que yo no quiero que se acabe antes que la mía siga sonando en mi casa. Ahora te voy a tocar. Y entonces puse la mano sobre ella.
El viejo se calló. Era claro que había terminado aunque yo no esperaba un final tan de golpe. Viejo dijo una voz de mujer desde la casa-. Véngase para adentro que ya está haciendo frío.
Ya voy, Inés, ya voy respondió el viejo Candelmo levantándose con esfuerzo . Me cuida como si fuera un chico.
Me guiñó un ojo como despedida, me despeinó un poco con la mano y se metió caminando lento arrastrando los pies, dando con cuidado cada paso. 
 
¿En dónde vive la gente rota?

Yo les pregunto a mis dos canarios:
¿en dónde viven los solitarios?
Yo le pregunto al grano de alpiste
¿en dónde vive la gente triste?
Yo les pregunto a los largavistas
¿en dónde viven los egoístas?
¿en dónde viven los que no quieren,
los apurados, los que no pueden?
Yo les pregunto a los que más pesan:
¿en dónde viven los que no besan?
¿en dónde viven, decime brisa,
los que odian a la risa?
en fin mi duda grande, grandota:
¿en dónde come, en dónde juega,
en dónde vive la gente rota?
 
EMA WOLF

Historias a Fernández
Introducción
 
La aldovranda en el mercado
  
Introducción
 
Me preocupa es costumbre de Fernández de dormir en el filo de las alturas.
Fernández duerme en equilibrio sobre el borde de los aleros y las canaletas de desagüe. Provoca escalo fríos verlo oscilando al viento con los ojos cerrados en la cima del tanque de agua, la cumbrera del tejado -su lugar favorito, sobre todo cuando el sol de invierno en tibia las tejas-, las medianeras y las ramas más altas del árbol de paltas. ¿Puede alguien que no sea pájaro descansar sobre un alambre? Él sí. Los días de lluvia se refugia en el estante del lavadero para enroscarse en el vértice de una pirámide de latas de pintura seca y deja colgando medio cuerpo, una pata, una cabeza, una cola, siempre como para caerse. Todo el tiempo una siente dos impulsos contradictorios: el de cerrar los ojos, y el de montar guardia debajo con los brazos en canasta atenta al momento en que se precipite, pero no es posible vivir así, vigilando siempre, con el cogote doblado.
Desde chico no tenía más de cincuenta días cuando Emilio lo dejó en casa mostró esa peligrosa inclinación por los bordes, los extremos, las aristas, los márgenes y cualquier sitio desde donde fuera posible derrumbarse. Su misma aparición estuvo marcada por una señal de riesgo aéreo.
Hace unos años Emilio Emilio es nuestro vecino- lo descubrió encaramado en la punta de su acacia, que es el árbol más alto de la cuadra; y lo bajó no porque Fernández diera muestras de sentirse en peligro sino precisamente porque todo hacía suponer que se quedaría allí para siempre. Vaya a saber por qué razón, siguiendo qué impulso, Emilio tocó el timbre en casa, nos entregó a Fernández que hasta ese momento nunca había sido nuestro y se fue. Un gesto tan natural y sorpresivo que no nos dio tiempo de reaccionar. A ver si se entiende: no parecía un regalo sino una devolución, sólo que esta vez no habíamos perdido nada y menos a Fernández, a quien repito no conocíamos excepto por haberlo visto ese día en la punta de la acacia. Emilio es uno de esos vecinos que siempre devuelve la pelota de mis hermanos cuando cae en su jardín; pero eso no era una pelota, por lo que no supimos si correspondía darle las gracias o no. Ahora que lo pienso nunca aclaramos con él ese asunto.
Desde ese día Fernández está con nosotros. (El nombre se lo puso mi madre, inexplicablemente, ya que no es un nombre sino un apellido, que no es el nuestro y ni siquiera el de Emilio.) De entrada nos resultó gracioso por los dibujos de la piel: sobre un fondo amarillo se destacan manchas de contorno complicado que a su vez contienen puntos, redondeles y líneas sinuosas. Incluso no es simétrico: su lado izquierdo es completa mentente distinto que el derecho al extremo de que no parece el mismo según el costado desde donde se lo mire. Pero no es la piel de Fernández lo que nos interesa ahora.
¿Por qué esa vocación suya por desafiar los límites y exponerse al cuete? No sabemos. Es probable que no lo haga de intrépido, por amor al peligro, ni porque el vacío lo atraiga con su enorme fascinación creo haber dicho que usa esos lugares para dormir . Pienso más bien que se trata de una extravagante conducta heredada, o que ha nacido sin el músculo del vértigo. Puede haber otra explicación: Fernández es de Libra, un signo de aire. Lo cierto es que cualquier otro preferiría dormir en los almohadones de la casa en lugar de andar pendulando por los aires; otro sí, él no; jamás ha dormido sobre un almohadón. La única ventaja de esto es que no tenemos pulgas adentro.
A veces se cae.
Hace unos días se cayó.
Cayó de la palta como una fruta madura con tanta mala suerte que dio la cabeza contra la reja del dormitorio. Yo estaba en la cocina cuando escuché el ruido de ramitas secas al quebrarse, un golpe, el acorde de arpa de la reja vibrando y el aterrizaje propiamente dicho. Éste es Fernández, me dije, y salí pitando. Lo encontré desmayado sobre el macetón del helecho con un corte en la mollera. Fue horrible. Cuando lo levanté por las axilas, el cuerpo se le estiró como si fuera de masa.
Muy angustiada lo puse sobre una bandeja y corrí a lo de mi tío Calixto, que es enfermero diplomado y nos arregla todo. En el camino se me cruzaron todos los fantasmas: que hubiera perdido la memoria y no me reconociera -las imágenes que guarda la memoria son frágiles y un golpe en la cabeza las quiebra como arcilla de alfarero-, que se hubiera vuelto tonto, o loco de esos que ven cosas en el aire que nadie ve, que hubiera quedado sordo, o ciego, o solamente tuerto pero mudo. Por suerte nada de eso pasó.
Mi tío lo zurció y lo vendó -no quise mirar mientras lo zurcía-. Me lo devolvió despabilado, con una especie de turbante y las cejas rosadas de merthiolate. No recetó medicamentos pero me hizo una recomendación importante: que no lo dejara dormir durante las próximas tres horas para evitar el riesgo de una conmoción cerebral. Pasadas las tres horas estaría fuera de peligro.
Lo cargué de vuelta con la mayor delicadeza debido a su estado; nunca lo había visto tan frágil, tan necesitado de protección. Me acuerdo que en la esquina le di un beso y que debajo de] beso caminó una pulga.
Lejos de tranquilizarme, mi tío me había puesto en un problema serio. Porque no he hablado todavía de la otra costumbre de Fernández.
No he dicho que de las veinticuatro horas que tiene el día, Fernández duerme alrededor de veintiséis. Duerme sin pausa, con la dedicación de un atleta entrenándose para las olimpíadas del sueño, duerme para llegar primero en cualquier maratón de párpados cerrados, duerme porque se fatiga de tanto dormir. Ni siquiera conoce el sueño ligero: entra directamente en la cuarta fase -la de las ondas delta, la más profunda- y ahí se queda aunque la tierra trepide. Tampoco esto tiene explicación, al menos científica. Baste saber que duerme como los próceres de mármol, duerme con el sueño de abismo de las montañas, duerme como una pirámide, como un menhir.
¿Cómo mantener despierta semejante cosa? ¿Dónde estaba el héroe capaz de la hazaña? He ahí el problema.
Pero en ese momento estaba en juego nada menos que la vida de Fernández. Y lo digo en singular -la vida- ya que a fuerza de recibir porrazos creo que de las siete que tenía al nacer le queda una sola, la que está usando.
Entré a casa con una desagradable sensación de peligro en el estómago. ¿Qué hacer?
La única solución -me dije- era contarte una historia lo bastante entretenida como para impedirle conciliar el sueño; una de esas capaces de arrancar a un oso de su letargo y encima conseguir que te aplauda. En ese momento ignoraba -y todavía ignoro- si había historias -como hay a alimentos- especiales para él; pero ya inventaría alguna adecuada, o varias, ¿por qué no? Siempre confié en mis habilidades para contar aunque hasta el momento nunca las había puesto a prueba en circunstancias tan dramáticas.
Así pues lo llevé derecho a mi pieza y lo acosté sobre la almohada. Rápidamente armé un plan: le contaría tres cuentos, exactamente uno por hora. Eso fue un jueves entre las cuatro y media y las siete y media de la tarde. Lo que sigue son esos tres cuentos tal como se los conté, incluidos algunos comentarios e incidentes propios del momento.
Como se comprenderá, no tenía más remedio que improvisar algo pronto. Si me tomaba más de dos minutos para pensar la historia, Fernández caería en uno de sus sueños de plomo. -También es cierto que a veces estas cosas salen mejor cuando uno no las piensa demasiado.
Recuerdo que me asomé a la ventana buscando inspiración.
Vi pasar un camión de verduras que seguramente descargaría en el mercado de la esquina, y vi el jardín ornamentado de mi vecina, la vieja aristocrática, que a esa hora controlaba desde su azotea los movimientos del barrio.
Tomé aire y me zambullí en la historia de la primera hora, que intitulé: LA GRAN DUQUESA Y LA PAPA. 
 
La aldovranda en el mercado
 
La aldovranda vesiculosa entró en el mercado.
Como es una planta carnívora, venía a buscar algo para la cena, así que fue derecho al puesto del carnicero y se puso en la cola con las otras viejas.
Delante de ella había una cargando un perro del tamaño de un monedero, friolento y quejoso. La aldovranda lo miró con gula. Se relamió.
-¡Qué lindo perrito! ¡Y qué chiquito! Seguro que hace pis en un bonsail... -hizo ademán de agarrarlo-. ¿Me deja que se lo tenga?
La mujer, horrorizada, escondió el perro en el escote.
La planta ponía muy nerviosa a la clientela.
Sin nombrarla directamente, dejaron caer algunos comentarios maliciosos:
-Yo a mis plantas las alimento con agua y abono, no con milanesas...
-¡Si este mundo es una degeneración,
m'hija! ¿No ve que están desapareciendo todos los gatos del barrio?
La planta, como si oyera llover.
El carnicero la apreciaba. Era una buena clienta y se comía las moscas del negocio. Ella le sonreía. La simpatía era mutua.
En cambio, la aldovranda odiaba al verdulero del puesto de enfrente. ¡Sólo un monstruo podía vender vegetales para que otros se los comieran! Cada vez que el hombre pasaba a su lado rumbo a la balanza con los brazos rebalsando mandarinas, le susurraba al oído: "¡Caníbal!". El verdulero soñaba con verla hervida.
Pero más la odiaba por todo lo que sucedía después.
Esta vez, como otras veces, la aldovranda empezó con su rutina:
-¡AY, ESAS TRISTES ZANAHORIAS DESENTERRADAS!
Al rato:
-¡POBRES PEREJILES MUSTIOS! ¡POBRES ESPINACAS PRISIONERAS!
La gente se puso muy incómoda.
El verdulero miró al carnicero con furia acusadora por tener semejante cosa entre sus parroquianos. El carnicero la defendió con el alma en los ojos.
Ella siguió:
-¿CUÁL FUE EL PECADO DE ESOS ZAPALLITOS PARA QUE LOS ARRANCARAN TIERNOS DE SU MADRE PLANTA?
Arreciaron los comentarios. La cola de la verdulería defendió al verdulero. La de la carnicería se sintió en el deber de ser fiel al carnicero aunque la aldovranda no fuera santa de su devoción.
Discutieron. Se juntó más gente, que tomaba partido por uno u otro bando.
-¡Hagan callar a ésa! -gritaron los verdes apuntando a la planta.
-¡La gente tiene derecho a opinar! -retrucaron los otros.
A todo esto la aldovranda papaba moscas y aullaba:
-¡INFELICES REMOLACHAS MANIATADAS, ALGúN DíA LES LLEGARÁ LA LIBERTAD!
El verdulero avanzó como para apretarle el pescuezo. Lo sujetaron entre varios.
-¡No se meta con mis clientas! -bramó el carnicero.
-¡Vivan las proteínas! ¡Arriba el asado con cuero! -respondieron sus leales, y arrancaron con un malambo.
Una mujer contó a voz en cuello cómo se había hecho vegetariana el día que sono que comía una vaca viva entre dos rodajas de pan. Lloró a mares recordando cómo la miraba la vaca. Muchos la apoyaron con gritos de "¡Aguante la fruta!", "¡Vitaminas sí, otras no!". La discusión se hizo tan violenta que algunos llegaron a las manos.
La aldovranda vociferó:
-¡PELADAS, CORTADAS, HERVIDAS Y APLASTADAS! ¡QUÉ DESTINO EL DE LAS PAPAS!
Entonces se produjo el desbande.
Unos se fueron a sus casas protestando porque cada vez que aparecía la planta se armaba el mismo pandemónium. Otros se quedaron para ver una vez más el gran duelo: el carnicero y el verdulero frente a frente, uno con la sierra de separar costillas y el otro con la de cortar zapallo.
En medio del mercado, como dos gladiadores del futuro, quedaron trenzados en combate feroz. El destello azul de las sierras al cruzarse iluminaban la ganchera en la penumbra del atardecer.
Entre los alaridos de los dos ninjas, se oyó la voz de la aldovranda:
-¡HERMANAS VERDURAS, VOLVERÉ!
Y se fue. Esta vez con una pierna de cordero porque a la noche tenía visitas.


 
 
El castillo de la bella durmiente

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